Por la independencia de la educación superior, que está bajo ataque
La administración Trump pretende destruir las mejores universidades como foco de poder alternativo capaz de oponerse a su agenda

Cuando la administración federal conminó a la universidad de Columbia a hacer profundos cambios en su estructura, solicitó el desmantelamiento del programa de Estudios de Medio Oriente, demandó una reforma al poder de disciplinar a estudiantes y profesores disidentes, todo so pena de retirarle el subsidio de 400 millones de dólares anuales, pintó sus exigencias como una campaña contra el antisemitismo.
Y si bien era cierto que en las protestas que pulularon en las universidades estadounidenses a comienzos de año contra las masacres cometidas por Israel en Gaza hubo tonos antijudíos y algunos estudiantes judíos fueron agredidos, estas exigencias poco tenían que ver con la defensa de una minoría.
Eran – y son – parte de una ofensiva para ejercer el control del contenido de la educación universitaria en nuestro país e inculcar el espíritu antidemocrático, nacionalista y racista del que está imbuido nuestro actual gobierno. Una campaña para destruir los cimientos de la educación independiente.
Durante su campaña electoral, Trump había prometido tomar medidas enérgicas contra las universidades de élite y recuperarlas de la “izquierda radical”. Lo está haciendo.
El ataque también está en el contexto del intento de erradicar las prácticas de DEI, diseñadas para promover la representación racial, de género, de clase y de otros tipos en los espacios públicos. Pero no deja de ser otro pretexto, en una ofensiva impulsada por el antiintelectualismo y la codicia, para destruir otro foco de poder alternativo capaz de oponerse a la agenda de Trump, tal como ya ha hecho a los grandes bufetes de abogados, obligados a pagar casi 900 millones de dólares en servicios gratuitos al Presidente.
A Columbia no le sirvió haber aceptado todos los ultimátums. Los 400 millones de dólares no volvieron y en cambio ahora sufre más exigencias y amenazas, entre otras, las de una intervención federal de esta institución.
Por eso – sabiendo que la capitulación no llevaría al cese del ataque – la universidad de Harvard, según muchos criterios la más rica del mundo tiene una dotación de 53.200 millones de dólares – rechazó ayer un ultimátum similar que le exigía realizar cambios en sus prácticas de contratación, admisión y enseñanza, diciendo que como entidad privada no podía aceptar poner su programa a disposición de cualquier gobierno.
“La Universidad no renunciará a su independencia ni a sus derechos constitucionales”, afirmó el presidente de Harvard, Alan M. Garber.
La primera respuesta de Trump fue inmediata, congelando una partida de 2,000 millones de dólares del total de 9,000 prometidos a la escuela.
Otras universidades como Cornell, en el estado de Nueva York, y Northwestern en Illinois también sufren recortes y demandas de cambios: mil millones para Cornell, que ha presentado una demanda judicial, y 800 millones para Northwestern. Y el Departamento de Educación anunció que está investigando a la Universidad de Stanford “por discriminación y acoso antisemita”.
La administración también anunció la intención de bloquear 510 millones de dólares en contratos y subvenciones federales para la Universidad de Brown. También son “investigados” la Universidad de Pennsylvania y Johns Hopkins.
Estas universidades son parte del sistema de educación superior de calidad que alimenta las filas de los gobiernos, las grandes corporaciones e instituciones de investigación. Y en este enfrentamiento ambos bandos están del mismo lado en cuanto a la escasa participación de grupos como los latinos en la educación superior de calidad.
Estas instituciones educativas son símbolos elitistas que por más de 100 años han servido de caldo de cultivo para los grupos de poder.
Así, el 25% de los 35 que Trump nominó para su gabinete y para dirigir las agencias federales estudiaron en las escuelas de élite. Siete de ellos fueron a Harvard, incluyendo al secretario de Salud Robert F. Kennedy Jr. y a la congresista Elise Stefanik.
Pero también fue a Harvard el expresidente demócrata Barack Obama, quien ayer se puso del lado de su alma mater al escribir que “Harvard ha dado ejemplo a otras instituciones de educación superior al rechazar un intento ilegal y torpe de sofocar la libertad académica”.
Escribe en The Atlantic el profesor de Bard, Thomas Chatterton Williams: “Esta confrontación performativa con la universidad más importante del país ha tomado la forma de una cruzada por la supuesta libertad, que es completamente destructiva de la libertad y la independencia”.
Y con razón dijo esta semana Larry Summers, ex presidente de Harvard y ex secretario del Tesoro: “Las universidades necesitan una reforma profunda, y esta ha sido demasiado lenta, pero eso no justifica que el gobierno suspenda por completo la ley e invente demandas políticas egoístas para imponerlas a las universidades”.
Este gobierno no se detendrá con retirar la ayuda financiera federal. Está considerando revocar la acreditación, rescindir el estatus de organización sin fines de lucro, imponer un impuesto a las donaciones y bloquear el flujo de estudiantes internacionales (pagos) para las universidades.
Por eso, las universidades deben organizar una resistencia conjunta, aliándose entre sí y con otras entidades para rechazar el ataque del gobierno que está dirigido contra cada una de ellas individualmente, para luchar por el futuro de nuestra educación y por la libertad de expresión. Para ello deben ampliar sus filas, abrir sus campus y llevar la educación de calidad a las comunidades del país.
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