Rápido: cuando te piden definir qué es Estados Unidos, ¿cuál es la primera definición que se te ocurre?
Que somos un país de inmigrantes.
¿Verdad?
Es cierto que Estados Unidos no fue creado por la población nativa, como lo ha sido casi cualquier otro país del mundo, con excepciones en los países de América Latina que se desarrollaron similarmente, como la Argentina. El continente fue ocupado por las potencias europeas, los territorios fueron anexados o colonizados o conquistados y la población original fue desterrada o directamente aniquilada.
Los que estamos viviendo aquí somos casi todos los que vinieron después, a caballo de los primeros colonos. Y sí, tuvimos una combinación única: tierra fértil, yacimientos inagotables, altos salarios comparados con Europa, una población de rápido crecimiento, ávida de progresar, y además más joven que la de otros países, un sistema capitalista puro e intenso y un grado de democracia. No haber tenido que cargar durante siglos las lastras preindustriales sino haber gozado de una infraestructura directamente moderna, la misma ventaja de la que aprovecharon Japón y Alemania después de quedar destruidos por la segunda guerra, benefició también a Estados Unidos en sus comienzos.
Las olas migratorias
Nos manejamos por olas migratorias. Las olas son como cuerdas. Tienen dos extremos. En uno inciden los factores que expulsan a la población fuera de los países de origen. Pensemos en los colonos protestantes que huían de las persecuciones religiosas Inglaterra; o en los irlandeses que venían para no morir de inanición; o los judíos, que llegaban de Europa oriental después de siglos de persecuciones y aniquilamiento. Este es el extremo de la crisis, de la carencia de alternativas, de la desesperación…
El otro extremo de la cuerda migratoria está aquí, en la meta. En el país de las grandes oportunidades.
Hasta hace 100 años se decía que las calles en “América” – refiriéndose como tantas veces, a Estados Unidos y no al continente – estaban pavimentadas de oro. Por supuesto, no lo estaban. Ni siquiera estaban pavimentadas, a menos que ellos mismos, los inmigrantes, las pavimentaran.
Aquí había territorios vírgenes, un gobierno liberal, libertad de culto, ayuda por parte de tu propia comunidad, educación accesible. Cierto grado de solidaridad y orgullo, que mimetizaban las faltas, las aventuras imperialistas, la segregación.
El inmigrante que llega a Estados Unidos dejó atrás el primer extremo del hilo. Y al llegar ya cumplió con la mitad de su ambición.
Todo eso nos hace decir, al unísono, ¡somos un país de inmigrantes!
Pero no.
No lo somos. A lo sumo, somos un país con inmigrantes.
Porque haciendo a un lado el mito, los recuerdos selectivos, la propaganda y las mentiras, durante la mayor parte de la historia del país, las puertas estuvieron cerradas para ciertas etnias, para personas de orígenes específicos, para determinadas religiones.
Una cantidad de leyes y órdenes ejecutivas presidenciales que fueron desparramadas desde la independencia hasta nuestros días lo demuestran.
Y las puertas se abrían cuando la necesidad de mano de obra barata, disponible, necesaria para no detener el frenético desarrollo económico industrial, se imponía.
El círculo se abría cuando el desarrollo de la economía requería trabajadores, y se cerraba cuando la llegada de los inmigrantes aumentaba la población y sumiinistraba el beneficio de las grandes sociedades.
Escribe Kenan Fikri de Economic Innovation Group: “El crecimiento demográfico da impulso a la economía local. Fomenta la inversión, amplía la base de consumidores y asegura una creciente oferta de mano de obra para las empresas locales y aquellas que buscan establecerse».
Casi todos fueron rechazados en algún momento
Somos también una nación de olas migratorias. Y una característica peculiar ha sido que cada ola fue socialmente rechazada por quienes ya estaban viviendo aquí, las anteriores (Las excepciones son, claro, los indígenas y los afroamericanos).
En el imaginario torcido de los que ya estaban, los grupos que llegaban carecían de una característica esencial para pertenecer a la clase privilegiada.
No eran blancos.
No eran blancos los italianos, los polacos, los judíos. Los católicos, que estaban en el lado inferior de la escala. Los prejuicios contra ellos solo se aminoraron cuando asumió el primer presidente católico, John Kennedy. En 1961, después de 185 años de independencia.
Eran blancos los protestantes. Los que venían de Inglaterra, de Alemania, de Francia.
¿Y ahora? Son todos blancos.
Los que nunca serán blancos
Peor ha sido la suerte de las etnias que de ninguna manera se puede afirmar que sean blancas.
Decenas de miles de ciudadanos estadounidenses nacidos aquí de padres japoneses, así como sus padres aún no naturalizados, en la costa Oeste, fueron arrestados durante la Segunda Guerra Mundial y mantenidos en campos de concentración. Llevó décadas para que un presidente republicano, Ronald Reagan, se disculpara en 1988 en nombre del demócrata que entonces estaba en el poder, sea Roosevelt o Truman.
Hemos desarrollado el tema de la internación japonesa en estas páginas, por ejemplo en “Un país desagradecido: el racismo nuestro de cada día” sobre los sufrimientos de quienes se ofrecieron voluntariamente para luchar en el ejército y fueron castigados por no ser de la nacionalidad correcta: soldados japoneses y en nuestros días, latinos.
India y China
Los inmigrantes chinos han tenido el triste privilegio de ser el blanco de leyes }que los nombraba específicamente. El presidente Chester Arthur firmó en 1882 la Ley de Exclusión China, que entre otros castigos por ser chino incluyó una prohibición absoluta de 10 años a la inmigración de trabajadores chinos a Estados Unidos. Pero la política restrictiva hacia los chinos ya existía en 1850, y California fue el estado que más prohibiciones puso en el camino.
Un año antes, el presidente había vetado por razones diplomáticas otra ley que limitaba el número de chinos que podían llegar en barcos al país a 15 en cada uno.
Otras leyes prohibían la “importación” de mujeres chinas, por lo que los trabajadores que habían llegado para trabajar en la construcción del ferrocarril intercontinental o en las minas de oro no podían crear aquí familias y debían irse.
A los inmigrantes de la India la Corte Suprema en su interpretación de las leyes ha clasificado tanto como blancos y no blancos a través de un número de decisiones a lo largo de los años. Históricamente, sus representantes han allegado que su origen es ario, y que por definición son blancos, tanto como el que más.
En 1923, la Corte Suprema decidió que, si bien científicamente se puede decir que los indios son caucásicos, las personas de ascendencia india no eran blancas según la definición de la gente de la calle y, por lo tanto, no eran elegibles para la ciudadanía.
La decisión llevó a que muchos ciudadanos estadounidenses hindúes perdieron la ciudadanía.
La integración al grupo blanco
Llevó décadas para que los nuevos grupos de inmigrantes europeos se asimilaran lo suficiente como para ganarse el título de “blancos”.
Cuando llegó ese momento, como característica esencial de su “americanismo”, se unían al coro del rechazo al grupo de turno.
Mark Twain bautizó el período entre 1877 y 1900 como la Edad Dorada, the Gilded Age. En esos 23 años, alrededor de 11,7 millones de personas llegaron a Estados Unidos. De ellos, 10.6 millones procedían de Europa. El 90 por ciento.
El porcentaje iba a cambiar recién después del fin de la Segunda Guerra Mundial.
A lo largo de nuestra historia, las leyes que permiten la inmigración abierta – los republicanos la apoyaron por un siglo – y facilitan la regulación, legalización, naturalización y absorción de los llegados y las que rehacen el camino para desembocar en el rechazo se han sucedido una tras otra, generalmente en proximidad con crisis económicas o periodos de prosperidad.
Las últimas décadas
En las últimas décadas ha cambiado la historia de la inmigración: la mayoría de quienes tratan de venir no son europeos. Recordemos cómo se lamentaba el presidente más racista de nuestra historia, Donald Trump, de los inmigrantes haitianos.
No son “blancos”. Son latinoamericanos, especialmente mexicanos y de Centroamérica. Son chinos.
En “Los muchos odios de Donald Trump” enumeré las características que lo hacen el presidente más racista de nuestra historia.
Los nuevos inmigrantes ya no son blancos, le duela o no al racista en jefe.
La otra nueva característica es que el porcentaje de inmigrantes indocumentados en el total ha crecido.
Según datos de la Oficina de Presupuesto del Congreso, viven en Estados Unidos hoy 45 millones de inmigrantes, es decir, de nacidos en otros países, de los cuales la cuarta parte son indocumentados.
¿De dónde son? Estos son los datos mas recientes: 24%, uno de cada cuatro, de México; 6% de la India, 5% de China, 4.5% de las Filipinas y 3% de El Salvador.
Llegaron en avión como turistas. Todo en orden. Una visa de tres o seis meses, después de cuyo vencimiento deben dejar el país y volver allí de donde vinieron. Pero no se van. Se quedan.
O, directamente vinieron sin permiso. Cruzaron la frontera corriendo o nadando, u ocultos en el vientre de un vehículo que cruzó los pasos migratorios.
Recordemos que durante la mayor parte de la independencia del país no hubo policía fronteriza. La controversia no fue tan determinante. El tema no dividió al país como ahora. Había más división entre católicos y protestantes.
Los estadounidenses apoyan la inmigración
Y ¿qué piensan los estadounidenses? En su mayoría, expresa simpatía por los indocumentados. Según el Pew Research Center, en 2018, “el 69% dijo ser muy comprensivo (27%) o algo comprensivo (42%) con los inmigrantes que se encuentran en Estados Unidos ilegalmente. Sólo el 29% se muestra muy (14%) o algo (15%) reticente hacia ellos”.
Y un análisis de la encuesta de Gallup que muestra el cambio entre ahora, en 2023, y 1965 Señala claramente una actitud tolerante hacia la inmigración en general.
En aquel año, el 39% de los participantes dijo que quería mantener los niveles de inmigración actuales en aquel momento, y 7% que estaban dispuestos a incrementarlos, mientras que 33% quiso reducirlos.
En junio de este año, 31% estaban satisfechos con la inmigración actual, pero 26% estaban por aumentarlos. El 41%, por su parte, pidieron bajar los niveles de inmigración.
Hay cambios para ambos lados, pero no son dramáticos. Lo que sí lo es es que en 1965, 20% no tenía opinión al respecto, mientras que ahora el porcentaje es de sólo 1%. Y aunque esa proporción bajó a 14% en 1977 y 9$ en 1986, llegó al 2% recién en 1993, cuando ⅔ partes de la población quería reducir la inmigración. Un reflejo de que la inmigración ocupa un lugar central en la confrontación política de nuestros días.
Pero lo que sí se ha mantenido estable es la opinión de que “la inmigración es algo bueno para este país ahora”. Lo dice entre el 60% y el 75% de los participantes, una mayoría aplastante, contra entre 19% y 36% que dicen que es algo malo.
Ni cárceles ni policías
En los años 30 y 40 del siglo pasado prácticamente no había infraestructura de aplicación de la ley de inmigración. La casi totalidad de los indocumentados eran indultados. Hasta 1976 casi nunca se deportaba a los padres indocumentados de ciudadanos estadounidenses. No hubo restricciones para los inmigrantes en los beneficios públicos hasta la década de 1970, y recién en 1986 se volvió ilegal contratar a un inmigrante indocumentado.
Tampoco había cárceles en la magnitud del sistema penal que existe ahora, tanto para inmigrantes como para criminales o incluso gente esperando su juicio.
No había un ejército en todo menos el nombre en la Patrulla Fronteriza (CBP) , o ICE:
En la actualidad el CBP emplea a 64,000 personas, de los cuales unos 26,000 son agentes de inmigración armados, 20,000 son agentes de la Patrulla Fronteriza.
Por su parte, ICE tiene poco más de 21,000 empleados, con cuarteles en todos los estados y el distrito de Columbia.
La unidad investigativa de la Secretaría de Seguridad Interna (Homeland Security Investigation) tiene más de 8,700 empleados, incluyendo a sus agentes especiales, analistas de crímenes, personal de apoyo, etc.
Esto no incluye a los múltiples departamentos de policía que existen en las ciudades, los condados (sheriffs) y los estados, ni a la Oficina Federal de Investigaciones (FBI) o cualquiera de los otros organismos federales armados. Ni al ejército en todas sus ramas.
La reacción blanca y el apoyo de Trump
Volviendo a la llegada masiva de inmigrantes “no blancos”, para los que ahora son nativos, para el grupo dominante, o privilegiado de nuestra sociedad, estos fenómenos son profundamente disturbantes. Causan un rechazo que diluye la tolerancia, o si son familiares de los nuevos, o si los nuevos trabajan para ellos.
Ningún político ha husmeado con tanta claridad como Donald Trump las capas de rabia, hostilidad y temor que millones de estadounidenses sienten contra los inmigrantes.
Incluso ahora, en su campaña para volver a la Casa Blanca, cuando ha presentado un plan migratorio que – tenemos que creerle, porque ha cumplido gran parte de sus promesas electorales, o ha tratado seriamente de hacerlo – pondrá en efecto desde el 21 de enero de 2025, desde el Salón Ejecutivo de la Casa Blanca.
“De ser nuevamente presidente, Trump se propone lanzar un operativo constante, urgente y de gran envergadura para cazar indocumentados en todo el país y llevar a cabo una deportación en gran escala. Para ello usará la cooperación de la Oficina Federal de Investigaciones (FBI), así como la Administración de Lucha contra las Drogas (DEA), la Guardia Nacional y otras agencias para cazar a los inmigrantes.
Trump, quizás nuestro próximo presidente, se propone declarar que los hijos de inmigrantes indocumentados nacidos aquí no son ciudadanos, lo que contradice la enmienda 14 de la Constitución.
Quiere reanudar la separación de familias, arrancando los hijos de sus padres y haciéndolos desaparecer, como ya ha sucedido con miles de niños en 2016-2018.
Quiere una vez más prohibir la entrada al país de oriundos de países musulmanes.
Quiere filtrar a los solicitantes de residencia legal evaluando su ideología para “pescar a los marxistas”.
Quiere reducir severamente la inmigración legal. Cerrar herméticamente la frontera sur. Enviar tropas a México, contra la voluntad de ese país, para atacar a los narcotraficantes.
Entonces, ¿somos un país de inmigrantes?
En la próxima entrega, pasamos revista a las leyes migratorias a lo largo de la historia del país y le agregamos el contexto histórico, tanto internacional como dentro de Estados Unidos.
Este artículo fue apoyado en su totalidad, o en parte, por fondos proporcionados por el Estado de California y administrados por la Biblioteca del Estado de California.