Cuando me pidieron que escribiera sobre la próxima canonización de Monseñor Oscar Arnulfo Romero, pensé «¿qué puedo decir sobre este hecho?» Y como era de esperar, regresé en el pensamiento a los setenta y ochentas de El Salvador.
Recuerdo vivamente el terror de esa época. Las marchas, las masacres, los muertos, los desaparecidos. Las noticias de los asesinatos de sacerdotes, catequistas, seminaristas y predicadores de la palabra de la iglesia.
El cuerpo en la catedral
Nunca olvidaré mi reacción y la de mi padre al escuchar la noticia del asesinato de Romero. Estábamos viendo televisión y, cuando se hizo el anuncio, nos levantamos del sillón en completo shock. Mi padre comentó «éste es el fin».
Uno o dos días después fui a la catedral a ver el cuerpo inerte del monseñor y a presentarle mis respetos. Había una fila larguísima para entrar. La gente, disciplinadamente, esperaba el turno para verlo. Pasé silenciosamente frente a su féretro y así le agradecí todo lo hecho por nosotros, su pueblo.
Después me fui a la universidad a encontrarme con mis compañeras y les conté la experiencia de haber estado allí. Hablamos del evento y de la línea de acción política que se debía seguir. Como movimiento revolucionario, había que responder a la situación maduramente. Uno de los planteamientos fundamentales era que no debíamos exponernos a las provocaciones de la derecha terrorista, pues podría resultar en un desbordamiento indisciplinado con muchas más muertes.
El entierro contó con una masiva presencia de la población. Pero la bestialidad de las hordas represivas no se hizo esperar. A pesar del trabajo de preparación del movimiento popular, las fuerzas gubernamentales perpetraron una masacre ese día.
Sentimientos encontrados
Mis sentimientos, sin duda alguna, son encontrados. Por una parte, después de 38 años del asesinato cometido por la ultraderecha salvadoreña y después del accidentado camino que su canonización tuvo en el Vaticano, finalmente la Iglesia Católica santificó a un sacerdote que optó trabajar por los pobres. De esta manera, envía un claro mensaje universal de lo que debe servir como ejemplo.
Por otra parte, cuestiono la costumbre de santificar a un héroe o a un mártir y dejarlo disolverse en las nomenclaturas celestiales o urbanas en que tienden a olvidarse las obras históricas. Se transforman en una calle, una plaza, un expendio de aguardiente, un establecimiento comercial o simplemente un nuevo ente milagroso. Y ahí queda agregado al imaginario colectivo donde se afincan los dogmas y las supersticiones.
De dicha dicotomía surge el cuestionamiento ¿Qué hacer ante esto? La respuesta surge claramente de las palabras del mismo mártir-santo: “La voz de la justicia nadie la puede matar”.
Esperando que se haga justicia
Y nuevamente el accionar de su pueblo no se hace esperar. Cientos de salvadoreños han marchado en las calles de San Salvador y seguirán marchando para unirse a las voces que reclaman justicia. Salvadoreños que exigen que se agilice el proceso de investigación de este crimen. Una exigencia aunada al clamor por la investigación de los cientos de asesinatos cometidos durante la guerra para que definitivamente se esclarezca, ante los tribunales, quienes son los responsables.
Sea pues bienvenido este homenaje a nuestro Monseñor Romero, en este momento histórico que reclama justicia sin evasivas para el hombre que, desde su púlpito, denunció y responsabilizó a los poderosos y sus armas de guerra por la opresión del pueblo de El Salvador.