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Acostumbrados a mirar hacia el cielo, no nos damos cuenta a veces, qué suelo pisamos. Mientras el tema del narcotráfico ocupa los cabezales de todos los periódicos (nacionales e internacionales), el tema de los indígenas (los más pobres de los pobres y los más abandonados de los abandonados de mi país) apenas se trasluce aquí o allá, como si esas raíces nos fueran ajenas o, peor aún, como si nos incomodara que fueran tan nuestras.
En San Juan Copala, una comunidad oaxaqueña cercada por grupos paramilitares, están matando indígenas y, ahora ya, también a periodistas y observadores internacionales que han visto despotismo y violación a los derechos humanos en las acciones del gobernador Ulises Ruiz, quien tiene a dicha comunidad sin agua y sin luz (literalmente). Los indígenas de San Juan Copala defienden un gobierno que vele por sus costumbres y sus tradiciones, que los dignifique como seres humanos y que recuerde, de una buena vez, que gran parte de la identidad latinoamericana (sí, latinoamericana) pervive gracias a ellos.
Más allá de cualquier matiz ideológico o político (que fue lo que desmembró a la insurgencia Zapatista), está el valor de la vida y la dignidad humana. Nadie tiene derecho a destruirla y sí, en cambio, está obligado a preservarla.
En San Juan Copala la gente (la cultura, las tradiciones, la identidad) está muriendo todos los días mientras en otras regiones del país la tragedia mayor es saber si un político de cuarta cobró tres salarios magisteriales mientras ejercía como regidor o líder sindical.
Volteemos la mirada hacia San Juan Copala y no olvidemos que entre todos esos rostros que nos miran en busca de justicia y democracia está el de nosotros mismos.