Selfie con libros: mi camino en la literatura, por Róger Lindo

NOTA: El 10 de abril pasado atendí una invitación de la Academia Británica Cuscatleca de El Salvador para conversar sobre mi novela El perro en la niebla a estudiantes de noveno grado de secundaria. Escribí para esa ocasión un texto que traza mi recorrido como lector y autor, y que ahora comparto.
He hecho algunas correcciones de estilo y agregado algunos detalles que me parecen importantes. En lo demás, el texto se conserva igual al que leí en la Academia Británica.
________________________________________________________________________________________________
Hace unos años escuché decir al poeta Alfonso Quijada Urías que ya estábamos viviendo en el futuro. Para los que nacimos hace varias décadas, este 10 de abril viene a ser un día típico del futuro hecho realidad. El futuro convertido en presente.
Desde niño me cautivó el mundo de la imaginación en la literatura y el cine. En casa nunca faltaron los libros y siempre se hablaba de libros. En ocasiones, acabada la cena, mi padre sacaba un volumen de la librera para que yo lo leyera en voz alta. Recuerdo uno en particular, El judío errante, del escritor francés Eugenio Sué.
Cuando cursaba el segundo grado, uno de mis hermanos nicaragüenses se presentó en casa. Acababa de recibirse de bachiller con honores en Matagalpa, y quería estudiar Derecho en El Salvador. Le acompañaban varias cajas de libros, algunos de ellos de autores nicas. En San Salvador recibíamos La Prensa, el matutino que dirigía el periodista Pedro Joaquín Chamorro, cuyo asesinato durante la dictadura de Anastasio Somoza Debayle detonó la revolución de 1979. La suscripción incluía el suplemento La Prensa Literaria, que dirigía el poeta Pablo Antonio Cuadra. A través de sus páginas conocí a escritores de la talla de José Coronel Urtecho, Daisy Zamora, Fernando Silva, Carlos Martinez Rivas, Salomón de la Selva, Gioconda Belli y Sergio Ramírez, y tiempo aprendí de las gestas heroicas de Rafaela Herrera y Augusto César Sandino.
En casa, además de libros y enciclopedias, nunca faltó una máquina de escribir. Ensayé los primeros poemas en el papel membretado que mi padre usaba para su correspondencia comercial. Me probé imitando a los poetas del Siglo de Oro, como Calderón de la Barca y autores modernistas como Federico García Lorca. Como en muchos campos de la vida, uno aprende a escribir imitando. Hay un poema de Pablo Neruda que me causó una inolvidable impresión. Se llamaba “Solo la muerte”. Aquellos versos fueron mi introducción al surrealismo.
Pero después de la fase de imitación, uno tiene que encontrar su propia voz. Sin una voz propia, no existís. Encontré la mía una noche de insomnio en Los Ángeles. Un impulso me condujo frente a la computadora y de esa sentada salió un texto que estaba llamado a convertirse en El perro en la niebla, mi primera novela. Eventualmente descarté esos párrafos, pero aquel esfuerzo me dio una voz, la de un personaje que no era yo, sino un desconocido con impulsos y sensaciones propias. Días después, durante una vacación en Guatemala, escribí el penúltimo capítulo de la novela. En esa época yo trabajaba como periodista en el periódico La Opinión de Los Ángeles. Fue una época de violentos disturbios, car-jackings, drive-by shootings, follow-home robberies, asaltos bancarios espectaculares, incendios voraces, inundaciones, convulsiones políticas y el terremoto de Northridge de 1984 que puso de rodillas a la ciudad de Los Ángeles. Decía el escritor guatemalteco Luis Cardoza y Aragón, que también fue periodista, que «la vida en el periódico es interesante si la época es interesante». Escribía por las noches, los fines de semana y en las vacaciones. Ese esfuerzo culminó cuando una editorial del País Vasco aceptó mi manuscrito, y fue así como en 2007 publiqué mi primera novela.
Toda obra tiene carácter experimental. Si llegué a El perro en la niebla descubriendo mi propia voz, recreando la atmósfera de la guerra civil en El Salvador, La isla de los monos, mi segunda novela, salió de una imagen: la de un grupo de estudiantes preadolescentes en el momento de atravesar la calle para asistir a un encuentro de basquetbol con alumnos de una escuela rival. El personaje principal, “Cacho” Leiva, se está descubriendo a sí mismo. Su mundo se mueve entre el basquetbol, los libros, las series de aventuras de la televisión y una compañera de grado, Lupita, que es todo un enigma. Juntos van a involucrarse en un acto de desafío al régimen militar.
El libro fue publicado en 2011 por la editorial de la Universidad Centroamericana, la UCA. Al igual que mi primera obra de ficción, escribí La isla en Los Ángeles. En esos días me desempeñaba como editor asistente de la sección editorial de La Opinión. En esa sección escribí varios editoriales políticos, notas culturales, entrevistas y una columna personal sobre los ataques a las torres gemelas y el Pentágono en 2001 que ganó un premio de American News Media. Dos años más tarde, estallaba la guerra de Irak.

Aunque mis escritos tienen un firme sustento en la realidad y en las agitaciones de mi tiempo, el vuelo de la imaginación dicta lo que escribo. “Cacho” y Lupita son personajes inventados, criaturas que se mueven en el terreno de la ficción. Pero la cantera de mis historias es la memoria. Las descripciones y la atmósfera de San Salvador en La isla de los monos remiten a la capital de finales de los años 60 del siglo pasado, tal y como la recuerdo. Por su parte, El perro en la niebla discurre en medio de las grandes coyunturas políticas que van de mediados de los años setenta a los inicios de la década de los noventa. Pueblan la novela los personajes y los hechos históricos. tal y como los recuerdo.
Mi intención nunca ha sido reproducir la realidad o recrear la historia. Me sirvo de ellas. No pongo mi interés en el testimonio, prefiero jugármela inventando historias. Parto de hechos reales, de vivencias personales o de experiencias cercanas transfiguradas en el laboratorio de la creación. La imaginación se cuela dentro de los acontecimientos y toma el control de la trama. En ocasiones colocó a mis personajes en trances personales, pero esos personajes no viven la vida de la misma manera que yo. Tienen sus propios móviles.
En mí caso particular, la literatura es un andar en un bosque desconocido. La mayor parte del tiempo estoy perdido y voy abriendo brecha sin saber dónde iré a parar. Cada vez que inicio un nuevo proyecto, como en un sueño, vuelvo a mi extravío.
¿Es la literatura una forma de escape de la realidad? ¿Se refugia el escritor en su torre de marfil? Yo pienso que es todo lo contrario. El escritor está inmerso en la realidad, se mueve y vive con su época. Su oficio es el oficio de la vida y sus materiales provienen de sus propias vivencias. Hay que vivir para escribir.
Siempre he tenido la curiosidad de rastrear los conectores entre las vidas de los novelistas que admiro y sus obras. Es bien sabido que Graham Greene estuvo ligado al servicio secreto británico, eso lo vemos retratado en varias de sus novelas. Joseph Conrad, el autor de Heart of Darkness, fue marino mercante, igual que el creador de Moby Dick, Herman Melville. Víctor Hugo escribe sobre París y las revueltas de su tiempo. Primo Levi fue prisionero de los alemanes en la Segunda Guerra Mundial, sus conocimientos científicos le ayudaron a conservar la vida. Vassily Grossman (en su novela traducida al inglés como Life and Fate) fue corresponsal de guerra del Ejército Rojo durante el asedio nazi a Stalingrado. Grossman fue el primer periodista que describió los campos de exterminio de Hitler. Fyodor Dostoyevsky, el autor deCrimen y castigo, purgó cuatro años en la Siberia, engrilletado de pies y manos, por pertenecer a un grupo literario que se reunía a leer libros prohibidos. Lo pusieron frente a un pelotón de fusilamiento, pero la pena de muerte fue conmutada en el último minuto. Gabriel García Márquez fue periodista. Ernest Hemingway también fue periodista, participó en la Primera Guerra Mundial y en la Guerra Civil Española.
Me han acompañado a lo largo de la vida poetas y escritores por los que siento una especial afinidad. Finos observadores de sus sociedades como Mark Twain y Charles Dickens o intelectuales de la intemperie, entre ellos Jack London, Horacio Quiroga, Francis Parkman o Blaise Cendrars, que se fugó de casa a los 16 años y que poco después escribía un poema sobre sus andanzas en la Siberia y Mongolia. Es una larga lista. Giusseppe Ungaretti, Saint John Perse, Lawrence Durrell, John Salinger, Mary Shelley, Roque Dalton, Haroldo Conti, Cormac McCarthy. En sus escritos siento yo palpitar el movimiento azaroso de la existencia.
Empecé hablando del futuro. Vivimos en una época cargada de giros extremistas y ataques a la dignidad personal y la vida humana. Se promueve el desprecio al conocimiento científico, los Estados y las empresas se desentienden del cambio climático, entramos a un ciclo de relaciones internacionales tan turbulentas como indescifrables. Los mercados financieros globales viven convulsiones que no se veían desde los años 30 del siglo pasado. Personajes truculentos se hacen del poder y forman una cábala internacional. No recuerdo una época con tan elevada concentración de amenazas de distinto tipo. Hace dos años pensé que estábamos al filo de la guerra nuclear. El año pasado, la Junta de Ciencias y Seguridad de la comunidad de científicos atómicos, un grupo fundado por Albert Einstein, Robert Oppenheimer y otros científicos que participaron en el proyecto Manhattan, y que cada año pasa revista y actualiza los peligros que se ciernen sobre la humanidad, advirtió que nunca hemos estado tan cerca de una catástrofe.
¿Qué rol juega el escritor en tiempos tan revueltos e inciertos como los que vivimos? ¿Qué papel deben jugar los escritores de cualquier época? En lo personal, no creo que los escritores vengan al mundo con una misión especial o que sus obras tengan la fuerza para cambiar el curso de los acontecimientos. Eso sería demasiado pretencioso. Pero pueden contribuir a iluminar áreas oscuras, dar las voces de alarma, describir los horrores de la guerra. George Orwell reflejó la represión estalinista en 1984, y todavía tiene mucho que decir. Sinclair Lewis ofreció –en It can’t happen here (Eso no podría pasar aquí)– la premonición de los Estados Unidos en el puño de un dictador. En su trilogía Remembrance of Earth’s Past, el escritor chino Cixin Liu, explora nuestra vulnerabilidad en la selva oscura del cosmos.
Un escritor, aunque no se lo proponga directamente, hace un retrato de su sociedad, su nación, su familia o su clase social, y aborda los conflictos, los antagonismos, la locura, los temores, los desencantos de su época. Su oficio radica en leer el paisaje, tomar el pulso a la vida, calar en el mundo de las emociones y las complicaciones de la existencia. Pero la experiencia humana es inabarcable. A veces los hechos superan cualquier ficción. Una distopía puede perder actualidad en una semana.
Escribir es un oficio solitario erizado de pasos en falso pero también rico en descubrimientos, y un pulso constante con el lenguaje. Escribir es una forma de conocimiento. El único requerimiento es que el escritor se lance al torbellino de la vida y siga atento las vueltas del planeta, que escriba y comparta historias que de otra manera no conoceríamos.
________________________________________________________________________________________________
Róger Lindo es autor del poemario Los infiernos espléndidos (Dirección de Publicaciones, El Salvador) y de las novelas El perro en la niebla (Verbigracia, España) y La isla de los monos (Editorial de la Universidad Centroamericana, UCA, El Salvador). También ha escrito cuento.