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Ser o no ser en la Argentina del ´23

Plaza Constitución, Buenos Aires. FOTO: NS

Era un buen tiempo en el país aquel de 1923. En plena época de entreguerras, la presidencia de Marcelo T. de Alvear era próspera y la producción nacional crecía. Ya se avizoraba el récord que vendría cinco años después y que pondría a la Argentina como el sexto país del mundo con mejor PBI por habitante. Sin embargo, puertas adentro no todo era color de rosa; más bien todo lo contrario. La deuda interna era cada vez mayor, la situación del obrero era declaradamente paupérrima y la desigualdad social iba en aumento exponencial, por no decir demencial. Además del “récord del PBI de 1928”, lo que también se preanunciaba era “La Década Infame”, esa que se iniciaría apenas siete años después con el golpe de Estado a Hipólito Yrigoyen; el primero de los seis que “supiéramos conseguir” en medio siglo. Sin embargo y al margen (aunque “no tan al margen”) de la situación obrera, uno de los ítems más importantes en la configuración étnica del país era (y aún lo sigue siendo) la “falta de derechos” de las comunidades aborígenes: los qom (tobas) y los moqoit (mocovíes) en El Chaco, los comechingones y sanavirones en Córdoba, los ranqueles en La Pampa, los mapuches en buena parte de la Patagonia cordillerana y los selk´nams (onas) en Tierra del Fuego; estos últimos, en serio problema de extinción.

Aullido selk´nam

En efecto, desde el desembarco del capitán Ramón Lista en 1886 en Puerto San Sebastián, la matanza indiscriminada a los onas no tendría fin. Y con la extensión de los campos productivos (estancias “cedidas” por el gobierno nacional a terratenientes ingleses o argentinos) los nativos tuvieron un precio en libras esterlinas por cabeza, pechos o testículos. Sin embargo en tiempo de turbulencia, tanto la iglesia anglicana como la orden salesiana sirvieron de refugio y también (lamentablemente) de imposición religiosa y adoctrinamiento para los perseguidos. Uno de los curas de esta última orden, el padre austríaco Martín Gusinde, atraído por la cultura ancestral de los selk´nams (según restos arqueológicos, habitaban la Tierra del Fuego desde hacía más de doce mil años), los estudió y aprendió su lengua, convivió con ellos y se volvió “un ona más”. Y fue precisamente en 1923 cuando presenció y documentó fotográficamente el último “hain”, que así se llamaba la ceremonia de iniciación de los jóvenes en la caza, con los hombres mayores pintados (o acaso transfigurados) en espíritus de la naturaleza. Aquellas fotos podrían entenderse hoy, como el certificado de defunción de toda una cultura; el último día perfecto en la civilización selk´nam y el principio del fin. También como un preanuncio de la Matanza de Napalpí que tendría lugar al año siguiente en El Chaco, donde policías y estancieros mataron a cientos de habitantes qom y moqoit por estar en huelga (se negaban a seguir cosechando algodón en condiciones de esclavitud).

La imposibilidad de diálogo entre el hombre blanco y el nativo firmaban su pacto definitivo; siendo  que, tanto hoy como ayer y de acuerdo al registro civil, todos somos argentinos.

Fervor de Borges

Así debió llamarse, acaso, el primer libro del escritor argentino más famoso; ya que en su primera colección de versos, más que Buenos Aires el tema es él mismo; vale decir su “yo” poético más hondo exaltado ante el redescubrimiento de una ciudad que lo tuviera siete años ausente. Jorge Luis Borges, de cuna nacionalista y patricia, cursó la escuela secundaria en Suiza, país neutral de aquella Europa en la que su familia quedó varada en 1914, hasta el fin de la guerra, incluidos tres años más en España. Nada significaron para el sentimiento nacionalista del poeta aquellos “siete años en el Tibet” de los Alpes, porque de nuevo en su tierra natal en 1921, volvió aquel perfume a patios y a paraíso. Tampoco significaron nada los tres mil kilómetros que separaban a Buenos Aires de Tierra del Fuego. Acaso porque esa distancia silenció aquel aullido sel´knam, del mismo modo que 59 años más tarde y a idéntica distancia, los televisores a color acallarían los gritos de los chicos en Malvinas. No. La Buenos Aires de Borges nada sabía (ni quería saber) de asesinatos contra pueblos originarios, de robo de tierras o privación de los derechos. Y como Charly García en tiempos de Margaret Thatcher, acaso Borges, de haber habido una guerra en el ´23, hubiera pedido a gritos que “no bombardeen Buenos Aires” y mucho menos Barrio Palermo. No. Aquella ciudad, una de las mayores metrópolis del planeta hace un siglo, aún miraba a Europa; esa de la cual tenía tanta nostalgia y de cuyos barcos descenderían, por esos días, buena parte de los argentinos. La Reina del Plata, de acuerdo a los preceptos de Sarmiento, seguía apostando a los europeos (ingleses y franceses, de ser posible) en detrimento de sus habitantes ancestrales o inmigrantes afros y americanos. Y si muchas veces sus ciudadanos se decían “del Sur”, era sólo porque Europa quedaba en el hemisferio norte y sólo se concebían con respecto al Viejo Mundo.

Sin culpa alguna por la cultura que lo configuró, Borges “redescubre” esa ciudad a orillas del río inmóvil. Y la encuentra eterna como Roma, bella como París, enigmática como Praga y misteriosa como sólo puede serlo Buenos Aires. En ese primer libro y según su testimonio, estarán escritas “entre líneas” las claves de toda su obra futura. Sabemos, también, lo que significaba “El Sur” para Borges. No se trataba sólo de una región geográfica sino también ontológica; dos países (acaso dos mundos) distintos divididos por Avenida Rivadavia. De hecho, uno de sus mejores cuentos (el último que escribió de puño y letra en 1956, previo a la ceguera) tendrá ese título, al igual que uno de los poemas de “Fervor de Buenos Aires”. En aquella docena de versos “sureños”, Borges enumerará de modo “minimalista” varios hitos de su ciudad amada; esa metafísica hecha de tapiales contra el poniente, de patios vacíos y aljibes cuya agua devuelve la memoria o el olvido.

“Desde uno de tus patios haber mirado/ las antiguas estrellas,/ desde el banco de la sombra haber mirado/ esas luces dispersas/ que mi ignorancia no ha aprendido a nombrar/ ni a ordenar en constelaciones,/ haber sentido el círculo del agua/ en el secreto aljibe,/ el olor del jazmín y la madreselva,/ el silencio del pájaro dormido,/ el arco del zaguán, la humedad/ -esas cosas, acaso, son el poema”.

La pelea del siglo

Cuando una tarde del ´99 vi aquel cuadro en un museo de Nueva York, recibí un “cross” a la mandíbula del confort; una trompada que me sacó afuera del ring del olvido. Ese boxeador en medio del rectángulo con pose de superhombre, era nada menos que nuestro Luis Ángel Firpo. Tenía, por cierto, el pantalón negro de “los  malos”. O sea, el de los extranjeros o los salvajes porque al blanco siempre se lo daban a “los buenos”, es decir a los norteamericanos que inventaron Marvel o viceversa. Pero en todo caso, el “Capitán América” (el “Capitán Sudamérica”, mejor dicho) era el Toro Salvaje de las Pampas; mientras que aquel muñeco que volaba fuera del cuadrilátero como un romano tras una piña de Asterix (o mejor, de Obelix) era el “Astroboy” del boxeo, el campeón mundial de los pesos pesados que no se explicaba lo que estaba pasando, puesto en órbita alrededor del “ring-side”. Y entonces recordé una tarde semejante en el pueblo en que mi abuelo me contó la historia. “A Firpo le robaron la pelea… A Dempsey lo ayudaron a subir al ring y eso no se puede hacer ¡Y encima demoraron 18 segundos! Es como si otro entrara al ring y te ayudara a pararte cuando estás en la lona, y volvés a pelear a la cuenta de dieciocho…” Mi abuelo, que había nacido en 1910, me dijo que ese día escucharon la pelea por una radio; acaso la única que había en un pueblito de mil habitantes en plena “pampa salvaje” y gringa. Y sin embargo, juraba que cuando vio las imágenes por televisión, no se sorprendió. Era exactamente lo que había escuchado. La misma pintura que yo estaba viendo ahora le había llegado a él por lejanos transistores transatlánticos.

Aquel momento, uno de los más icónicos de la historia del boxeo mundial, había sido plasmado casi en tiempo real por George Bellows. Se trataba de una pintura popular con mucha estética del “cómic” del futuro, ese que con el tiempo devino en arte clásico hasta ganarse la pared del Museo de Arte Moderno de Nueva York. Y acaso, sin querer o de manera absolutamente inconsciente, el artista se dio cuenta que los superhéroes también podían venir del sur, usar pantalones negros y perder la pelea al final de la película. Y sin embargo, ser retratados con tanto amor y sentimiento. Con ese cuadro a fuerza de puño y corazón, George Bellows obtuvo, según el registro civil de mi espíritu, la ciudadanía  en el corazón de todos los argentinos. Como el gran Luis Ángel Firpo.

El fútbol en tiempos del amateurismo

El año ´23 tendría a la selección finalista por quinta vez (en sólo siete ediciones) del Campeonato Sudamericano (futura “Copa América”). Esa edición se jugaba en Uruguay, donde el local ganaba siempre. Y esa vez no fue la excepción. Los charrúas se impusieron por 2 a 0 y obtuvieron el pasaporte a los Juegos Olímpicos de París, donde consiguieron el oro al vencer en la final a Suiza por 3 a 0. En el ´27 se invirtieron los tantos: vencimos 3 a 2 en el partido final a Uruguay y clasificamos a los juegos de Amsterdam ´28; donde nos volvimos a encontrar con nuestros vecinos. La victoria fue “celeste” por 2 a 1 en el segundo match (el primero había terminado 1 a 1 y hubo desempate); como lo fue en la final de 1930, el primer mundial de la historia jugado en Uruguay. Argentina no acababa de dar el salto ecuménico, pero sus tremendos jugadores ya lo anunciaban. Y a pesar de la derrota en aquel Sudamericano del ´23, la albiceleste mostró figuras rutilantes como el arquero Américo Tesoriére, de Boca; los mediocampista de Luis Vaccaro (Argentinos) y Vicente Aguirre (Central Córdoba de Rosario), goleador del torneo; y por cierto Cesáreo Onzari de Huracán, autor del primer “gol olímpico” de la historia en un amistoso del ´24, precisamente contra el Uruguay que venía de obtener el oro en París.

Por esos días, cabe decirlo, el fútbol argentino era absolutamente amateur y había dos campeonatos y dos entidades. La Copa Campeonato 1923 fue organizada por la Asociación Argentina de Football, mientras que el Campeonato de Primera División de 1923, por la Asociación Amateurs de Football. A la primera la ganó el Club Atlético Boca Juniors. El “xeneixe” obtuvo 51 puntos, la misma cantidad que Huracán; por lo que debieron jugar una final a dos partidos en cancha de Sportivo Barracas. Boca ganó el primero 3 a 0, mientras que el “Globito” se impuso 2 a 0 en el segundo. El tercero en cancha de GEBA, terminó sin goles pero “la cuarta fue la vencida”. Boca se impuso 2 a 0 de nuevo en Barracas. El goleador del torneo fue el “centro forward” azul y oro, Domingo Tarasconi, con 40 goles; distinción que reeditaría 5 años después en los Juegos Olímpicos de Amsterdam, convirtiendo 11 goles en 5 partidos.

En cuanto al segundo torneo, el Campeonato de Primera División fue ganado por San Lorenzo de Almagro, que obtenía el primer título de su historia. El “Ciclón” sacó 35 puntos sobre 20 partidos jugados, ganando 17. Lo siguió Independiente con 32, River con 31 y Racing con 29. El goleador fue Martín Barceló, de Racing. Entre los “cracks” de Boedo se contaban Luis “Doble Ancho” Monti y Alfredo Carricaberry. El “Vasco” obtendría la medalla de plata en Amsterdam ´28, mientras que Monti sería subcampeón del mundo en Uruguay ´30 y campeón en el ´34 jugando para Italia, país que lo nacionalizó y organizó la segunda copa de la historia. Fue el único futbolista en jugar dos finales para dos países diferentes. “En Uruguay, los locales me querían matar si ganaba; y en Italia me querían matar si perdía”, supo decir alguna vez con irónica precisión. Monti, además, ostenta el orgullo de ser el primer jugador argentino en marcar un gol en un mundial. Fue de tiro libre contra Francia en el mundial de Uruguay, donde ganamos con ese tanto.

“Volver” con el corazón dividido

Se sabe que antes de la final del ´30, Carlos Gardel cantó para ambos planteles un tango casi inhallable, “Con el corazón dividido”. Sin embargo y debido a la rivalidad que ya sacaba chispas entre “gauchos” y “charrúas”, el “Zorzal” visitó a los planteles por separado y cantó para ambos. Su ambigua cuna, disputada entre Buenos Aires y Tacuarembó le permitía, según testimonios de la época, la venta de discos en ambos países. Otros pensaban que, por el contario, al concebirse “con el corazón dividido”, Carlitos unificó algo que jamás debió estar separado por un río: ese maravilloso imaginario llamado “cultura rioplatense”.

Lo cierto es que, más allá de esta anécdota futbolística, la carrera internacional de “Carlitos” había empezado, precisamente, en 1923 con su primer viaje a Europa; más precisamente a España. El “Morocho del Abasto” se presentó con su guitarrista y socio, el uruguayo José Razzano, en el Teatro Apolo de Madrid, ambos con pilchas gauchas. Pero lo curioso es que Gardel no cantó repertorio campero alguno, sino todo lo contrario. Abordó canciones inminentemente urbanas y lunfardas como “Barranca abajo”, “El tango en París”, “Retrato del pibe”… Acaso los españoles esperaban, como los norteamericanos en el Polo Grounds de Nueva York, un “toro salvaje de las pampas” con aires de campo, y no las canciones incipientes de un género popular y ciudadano único, acaso el más melancólico y humano que se haya escrito jamás.

Triste y “solitario final”

Hoy, a cien años de esos recitales madrileños y de esas peleas norteamericanas, más allá de esos campeonatos uruguayos y de esos viajes transatlánticos, he vuelto a mirar al sur. No al maravilloso “sur literario” de Borges ni al patético sur ombliguista de los porteños que desangra a las provincias de coparticipaciones; sino que he mirado al otro, al sur geográfico del país, ese que no empieza en la avenida Rivadavia sino después del Río Negro. Y he vuelto a ese paisaje desértico igual que Gardel, con la frente marchita. Y me he quedado pensando en el pueblo selk´nam; en esa Argentina “paleolítica” que aún convivía maravillosamente con la cosmopolita sin tocarse y que hubiera constituido en caso de perdurar (y que aún lo constituye, a pesar de tantas penas y olvido) nuestra mayor riqueza cultural y humana.

Y me he quedado pensando en esos muchachos desnudos, con sus cuerpos pintados de rojo, blanco y negro en un “body-art” que nunca se hubieran imaginado por esos días en el Museo de Arte Moderno de Nueva York. Todos esos muchachos solos y en cueros ante la cámara de un cura salesiano, como despidiéndose para siempre del país de la dignidad; alguna tarde en el fin del mundo.

Autor

  • Ivan Wielikosielec

    Escritor y periodista argentino (Córdoba, 1971). Ha publicado libros de relatos y poesía (“Los ojos de Sharon Tate”, “Príncipe Vlad”, “Crónicas del Sudeste”). Colabora para diversos medios gráficos e instituciones culturales.

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