Suerte de perro, un cuento de Alberto Buitre

Juan dio un trago a su caguama y extendió las piernas en la banqueta para descansar, ahí sentado, afuera del puesto de flores de sus papás, en el mercado Juárez. El calor desprendía humo del asfalto. Y el, a quien apodaban El Perro, había caminado casi toda la mañana buscando a su diller de confianza.

Juan trataba hacerse de un trozo de piedra para fumar. Quería matar la ansiedad que lo traía sufriendo desde el día anterior. Pero no lo encontró. Se sentía frustrado, ávido de un toque que le cambiara el ánimo. Y en las cimas de la ansiedad, optó por lo de siempre. Arrancó un poco de estopa, la enjuagó con thinner y lo inhaló sin más. Dejó el envase de cerveza en un negligente equilibrio entre el piso y el soporte del banco sobre el cual se abandonaba a la mona. En el cielo, el sol reprendía con sus rayos a la calle, que parecía contorsionarse de insolación. Así comenzó todo, aquel día.

En los locutorios del Centro de Readaptación Social confesaba a su joven abogado de defensa, aún idealista, prácticamente recién egresado de la Universidad.

–Empecé a drogarme por culpa de mi papá–, decía, con el vaho neurótico de su aliento que empañaba la ventana de acrílico.

–Tienes que decirme la verdad si quieres que te ayude-– dijo el abogado desde el otro lado de la cabina, haciendo un nuevo intento por redimir la conciencia del Perro.

–Ya le dije que sí. Siempre le he dicho la verdad, ¿qué no?

–Entonces vamos a armar tu defensa. Vamos a tratar de que sea menos. Vamos a alegar que fue una riña inesperada, que no querías matarlo, que no era tu intención, ¿ves? ¡Pero necesito que me cuentes la verdad, Juan!

El Perro guardó silencio. Se recargó en la silla, suspiró y se llevó las manos a la nuca. Se quedó mirando el nudo de la corbata de su abogado. Se perdió en los pliegues, y en el irritante patrón de cubos. No hay en este mundo nada más ridículo que las corbatas, pensó, son la muerte elegante. Sus pensamientos viajaban al instante previo de su culpa. Luego dijo:

–Mi papá todo el día se la pasaba diciéndome que fuera a la escuela o que, de jodido, buscara chamba. Pero nunca quise. Luego ahí veo, le decía. Y luego se ponía cabrón. Tomaba, se ponía bien pedo; le pegaba a mi mamá y ya nomás me estaba esperando para partírmela a mí también. No me bajaba de huevón. Que él no trabajaba para tener un pinche hijo drogadicto.

–¿Y tú qué querías?

–¿Cómo que qué quería?

–Que si no querías ir a la escuela ni trabajar ¿a qué le tirabas, pues?

Tras las rejas, algunos sueños de El Perro permanecían intactos. En cierto rincón de su mente, divagando, preservaba el posible momento en que volvería a la calle. Imaginaba que aquello era un tránsito incomprensible, una pesadilla malograda que en algún momento lo haría despertar. Paseaba sus dedos sobre la palma de su mano nerviosa y friolenta. Los locutorios aprehendían en su insolente planicie toda sensación de calidez.

–Yo siempre quise irme con mi tío Ricardo a Estados Unidos. Eso era lo que yo quería: lana. Con dinero baila el perro, lic. ¿Pa’ que yo iba a querer otra cosa? ¿Aquí para qué?

Hasta el reclusorio llegaban las pestes que de él hablaban en el callejón de Terreros.

–Los vecinos, desde que me acuerdo, me daban tirria –recordaba el joven preso.

El Perro daba explicaciones con sus dientes amarillos y el rencor que todo lo envuelve en la cárcel. Entre risas recordó el espectro de lo que era, lo que sólo algunos años fue, antes de portar el traje beige que lo apresaba y la piel ceniza y marchita de lo que se ponen con piedra.

–Cuéntame qué fue lo que pasó ese día –le pidió el abogado–. Pero tienes que decirme la verdad, Juan.

El Perro puso su mente en aquella tarde, cuando apenas la ciudad de se iluminaba de primavera.

–Yo tenía otras cosas más importantes en qué pensar y no en las chingaderas de mi papá –comenzaba Juan su relato, tragando saliva-. Me acuerdo que, como una semana antes, el cabrón de El Topo me ganó… me madreó, pues. Me chingó porque todavía se acordaba de lo que le hice el día del baile. No me la perdonó, la neta.

–¿Cuál baile?

–Pues un baile que hubo, ya tiene, fueron varios, fue el sonido Pachanguero, el Tizayers, el Rolas, el Amistad Caracas. Esos tocan bien chido, ¿o no?

–Concéntrate Juan. ¿Y qué pasó?

–Nada. Nomás ese día le bajé a su morra jajajajajaja.

El abogado volcó sus dedos como pinzas hasta su cabeza y apretó fuerte sus sienes, masajeando el camino que taladraba la histeria de su defendido. El Perro no bajaba la sonrisa.

–A ver, Juan ¿qué fue lo que pasó? –preguntó el abogado.

Luego el Perro contestó sin emociones:

–Es que desde antes El Topo y su banda se la pasaban jodiéndome. Me decían que pinche indio, que pinche perro sarnoso. Me decían que me iba a morir. Se inventaron que yo les pegué un día, o sea, otro día, que les di un caguamazo.

–A ver– interrumpió el abogado -les pegaste con una botella de cerveza ¿Qué?

–Sí, o no sé–dijo el Perro-, ¡¿y qué quería qué hiciera?! Si eran un chingo y me iban a madrear.

–¿Qué te habían hecho antes?

–Nada.

–Acabas de decirme que un día les pegaste con un envase de cerveza.

–Sí, o sea, es lo que ellos dicen. Yo, la neta, no me acuerdo. Pero, pues igual. Digo, si ya me traían tirria, a lo mejor era por algo. A ver, ¿quién me madreó? ¡Pues ese wey!

–¿Y te pegó porque te ligaste a su novia?

–Ajá. Digo yo.

Las declaraciones del perro eran como una pelota de goma que rebotaba por el locutorio y el abogado era un iluso que trataba de atraparla.

–No chingues, Juan.

–Bueno –respondió El perro replegándose-, el chiste es que ese día iba yo llegando al baile. ¿no?. Me cagó ese pinche Topo, ya lo traía entrado, y entonces dije: ya sé cómo chingarme a este güey. Luego me le lancé a su chava aprovechando que no andaba con él. No se habían visto ese día o no sé. No estaban juntos ese día, y yo la vi… pues, pasó lo que pasó. Ya luego encabronado él me topó con sus primos casi bajando al mercado. Y ahí me agarraron a vergazos.

Juan traía la mirada amarillenta y perdida, con el rostro grisáceo, perdiéndose entre los muros muertos del reclusorio. Sus manos se helaban, el sol no entraba por la ventana del salón de locutorios. Sus ojos sólo brillaban cuando miraba hacia el patio del reformatorio. Una luz desde fuera atravesaba su cuerpo escuálido y maltratado, como un balazo a un costal de arena.

Los detalles previos al asesinato se diluían. Y el abogado sólo tenía los testimonios de algunos vecinos que, de añejo resentimiento contra el muchacho, más le valía no ocupar. Según informes de la Dirección Jurídica de la Secretaría de Seguridad Pública, Juan, alias El Perro ya había visitado la barandilla siete veces. Caía por asuntos de borracheras, portación de drogas, disturbios en la calle. En cierta ocasión, en un mediodía similar al que enloqueció sus fantasmas, tomó por asalto la pérgola de la Plaza del Reloj y desde ahí insultaba a todo transeúnte que dilucidaban sus ojos perdidos; uno de ellos fue un policía de tránsito.

Por todas las veces que lo detuvieron, siempre salía la culpa apestando a thinner, alcohol, piedra y algunas otras, las pocas, a mariguana. “Ahora sí agarró valor para hincarle cadáver a un cristiano”, le dijeron los custodios al abogado cuando recién visitaba al adolescente, antes de comenzar su deteriorada defensa.

Antes de que el sábado nueve de abril se leyera en los titulares de los periódicos: “Homicidio en el mercado Juárez”, el Perro llevaba dos años cayendo en el área de retención municipal.

–Siempre por borracho, siempre por drogadicto- confesó al abogado, iracunda, la madre del Perro, Martina.

El abogado trataba de arrancarle un testimonio favorable, cuando iba a visitarla. Pero la mujer lo miraba con desprecio a través de la ventana de su casa; una deformación de varilla y cemento en la penúltima altura del barrio de San Clemente. Y desde ahí le reclamaba:

–Ya le dije que se evite problemas, licenciado. Ese cabrón de Juan no tiene remedio.

–Señora, a mí me pagan por ayudar a su hijo.

–¿Y yo para qué lo quiero de regreso? Como hijo, ya no me sirve. Si usted quiere ayudarlo, es su problema.

Él, con la pena hecha silencio, se largó del lugar, abandonando el barrio y las esperanzas.

Lovera se llamaba el padre del Perro. Era comerciante de flores y tenía unos cincuenta años. El día del homicidio levantó a su hijo de la cama a punta de cinturonazos.

–¡Órale, cabrón! Ningún mariguano va a estar de huevón en mi casa. A chingar a su madre al local ¡órale! Te me vas a trabajar con tu madre.

Lo arrastró con todo y cruda por las calles del barrio, y lo dejó en la banqueta del puesto. Sin entrar al local, Lovera se marchó de inmediato. La madre lo miró de reojo, pero nada le dijo. Siguió acomodando cubetas con Lilis, Acapulcos y Gervasias en la repisa. Frente a la estampa moribunda del perro, demasiada belleza en flor resultaba chocante.

El Perro tampoco dijo palabra. Tomó un banquito de madera con el cual se apoyaban sus padres al bajar los floreros del anaquel. Sacudió su cara con la mano, arrugando el ceño de frustración. Estiró las piernas, invadiendo la banqueta. Miraba el humo salir del asfalto como si eso fuera una caldosa de chapopote.

El calor agobiaba. Arrastró las piernas hasta lograr levantarse. Su madre permanecía indiferente a su presencia. Así confirmaba de cierto que, para ella, Juan era como un muerto o un fantasma, algo que ya no existe. El Perro se escabulló a espaldas de su madre para robar cien pesos de la caja y se fue a comprar cerveza, sus favoritas del mediodía: dos caguamas bajo cero.

El sol no cesaba. De frente al local, a los lados, en cualquier parte, sus rayos quemaban violentos la piel de quienes caminaban. Las paredes blancas del mercado Juárez eran como francotiradores, disparando la luz solar con la claridad de un espejo gigante. Aquella hostilidad del ambiente lo obligaba a beber rápido. Sus rodillas se meneaban nerviosas sobre el temblor de sus tobillos. Llenaba su boca de alcohol, pero la ansiedad le secaba los labios. Los nervios lo traicionaban. Sudaba como un animal. Acabó con su primer envase, guardó el segundo y fue a buscar a El Güero, su diller; le urgía un gallito. Quería abrazar la tragedia de su novel vida a un cigarro de mota y dejar la ansiedad colgada de la ceniza. Se paró y abandonó el local de flores. Caminó y caminó; fue de una dirección a otra preguntando, bajando y subiendo el barrio. Cruzando una calle se encontró a Ana, una menudita y morena muchachita de unos dieciseis años.

–¿Qué pedo contigo, Juan? Andas mal.

–¿No has visto al Güero?

–Bájale ya a eso, Juan –contestó ella, a sabiendas de quién era el Güero y por qué razón se le buscaba–. Te vas a morir un día.

–Un día, pero otro día no –respondió El Perro sin mirarla, como era su dispersa costumbre. Así, regresó derrotado al local de flores.

Recogió la caguama que había dejado en un rincón del lugar, escondiéndola de los rayos del sol. La destapó y dio un trago. Estaba tibio. Arrimó el banquito y se sentó estirando de nuevo las piernas hasta la banqueta. La cerveza tibia no estaba del todo mal. Quizá era la suavidad de la espuma en medio de su agitación, por lo que comenzó a beber con amplitud. Bebía como si estuviera hambriento. Bebía hasta borrar todo rastro de asiento fermentado. Entonces un hormigueo comenzó en la punta de sus manos y avanzó por su pecho; golpeó su cerebro y bajó hasta sus pies haciéndolos temblar, de nuevo. Su boca se secó. Sus labios comenzaron a partirse y su mirada a perderse entre la calle y los muros del otro lado del mercado. Ya no era suficiente la cerveza. Se paró intempestivamente a esculcar un viejo huacal con periódico, y del fondo arrancó varios hilos de estopa que mojó en disolvente. El tufo del thinner invadió el parco local de parcas flores. Asqueada, su madre abandonó el lugar y lo abandonó a él también. En efecto, era un extraño, Juan era un muerto que ya no deseaba velar.

A unos metros, tres o cuatro locales más adelante, Pascual, al que le decían El Topo, su propia madre y su primo Martín, caminaban por la banqueta, hacia donde El Perro inhalaba su quinto pasón.

–Iban cotorreando, chasqueando no sé qué madres –dijo El Perro a su abogado-. El güey del Topo le venía diciendo algo a su pinche primo. Como si fuera muy cabrón el güey. Eso me cayó gordo porque el pinche Pascual no es nadie ese cabrón. Sí me madreó, pero no es nadie, ese wey. Cuando está solo, no se avienta, el puto–, divagaba, narrando a medias cómo había iniciado todo.

El desgraciado Topo no presentía que ese mediodía de viernes moriría. Que la muerte llegaría con el cobro de una factura posfechada, recaudando el precio de esas borracheras de los viernes cuando Raulito, el mayor de los chavos de su cuadra, y sus amigos, encabezaban las fiestas en la calle La Malinche. Tenía dieciocho años.

El sol abría las heridas. El Perro observó que su infortunado vecino venía cruzando los locales del mercado Juárez por la vía de la banqueta. Caminaba a unos metros del negocio del cual recién habían huido Martina y Lovera, abandonando a su propia suerte al hijo que una vez tuvieron.

Cuando lo vio, apretó la mona en un puño. El thinner cruzó con el ardor en su cabeza, y se encendió.
–¡PÁRATE AHÍ, PUTO!

El Topo, su primo y su madre, no hicieron caso. Siguieron caminando con relativa tranquilidad, aunque Pascual bien sabía por qué lo amenazaba. Al verlo sentado en el local de sus padres, dio por sentado que nada haría más que gritarle. Entonces El Perro volcó hacia dentro del lugar, hurgó entre la mesa de trabajo hasta encontrar el cuchillo donde se cortan los tallos de las flores.

Sin frenos, alucinado, tropezó y paró donde había estado sentado. Desde ahí miró de nuevo a El Topo. Escondió el cuchillo entre sus costillas y el brazo. Por un instante, dudó. Volvió a sentarse, buscó la caguama y bebió el asiento de cerveza, ya caliente, que enervó de nuevo su sazón. Empuñó por encima del mango el arma y esta vez sí salió caminando con exasperación. Bufaba el amargo olor de la droga.

El Topo caminaba con relativa paciencia. Llegó hasta donde un amigo suyo vendía discos piratas, famoso también por vender también polvo de piedra entre las cajas.

–Yo sólo quería meterle un buen susto- recuerda El Perro a su abogado–. Ya lo traía en el pinche hígado, pero, ¿qué le digo, lic? Se me pasó la mano.

Acercándose, El Perro volvió a insultarlo. El Topo, su primo y su madre reconocieron que se acercaba, pero siguieron de frente. No evitaban la adrenalina que emanaba de los pasos de Juan. Eran como ondas sónicas, como pequeños terremotos bajo sus suelas.

–Quería agarrarlo desprevenido. Me di cuenta que venía en el cotorreo con su primo, no me veía.

Un túnel de murmullos se hizo de pronto. Los pies de El Perro sacudían la pequeña grava que brota de la banqueta. El Topo y sus acompañantes confiaron en su suerte. El tal Topo calmaba a su madre: “No la hagas caso, es un piedroso de por acá”.

El chuchillo brilló con el sol.

–¡TE VOY A MATAR, PENDEJO!

Sobre un grito avasallante, El Perro le cayó por detrás de un salto. En dos segundos, le clavó dos veces el cuchillo por la espalda, cerca del hombro derecho, rasgando en lo profundo piel, tendones, hueso y pulmón. Pronto, un torrente de sangre se acumuló entre la pared torácica y la cavidad pulmonar de Pascual. El Topo caía abatido. El trauma de pronto iluminó el piso de rojo sangre y piel cercenada. El cuerpo lánguido de la víctima recorría el breve espacio para caer abatido de bruces a los pies de su primo y de su madre.
El primo quiso reaccionar, pero la violenta escena lo paralizó. La madre apenas entraba en conmoción. Veía la silueta monstruosa de El Perro abalanzándose sobre el cuerpo de su hijo. Juan era un animal rabioso; Juan era un perro que a bramidos de hambre mordía la carne hirviente de su presa. De repente, el día era color naranja, con el sol iluminando de amarillo y la sangre blandiéndose como telón sobre la tragedia. Todo se volvía lento. La vida cesaba su andar. Ahí estaba Juan, intoxicado, matando a Pascual.

La madre y el primo de El Topo gritaban y se movían torpemente tratando de impedir el asesinato que apenas tenía curso ante sus ojos. El primo, en un volado de brazo, alcanzó a darle un manotazo a El Perro en la axila, pero El Perro terminó con una puñalada más el ataque. La gente y locatarios del mercado se arremolinaron como zopilotes al sitio donde El Topo, moribundo, quedaba al filo de las rodillas de su madre, implorando a la muerte por su hijo menor. También El Perro quedaba por un instante hincado a los pies tendidos de su vecino, su víctima, sombra irreal de sus escapes cerebrales. De repente, unos hombres le tiraron el cuchillo de una patada y lo arrastraron de la playera, lejos de Pascual. Lo tundieron a golpes, jalones y berridos. No pronunciaban ni una sola palabra. Todo era furia. Brazos y piernas volando, sonidos huecos, y un pequeño criminal en el medio.

–¡LINCHEN AL HIJO DE LA CHINGADA! –alcanzó a decir uno.

La conmoción privaba sus intenciones. El Perro yacía colapsado. Casi inerte bajo la turba. Arriba, el sol se nublaba y unas nubes dejaron todo gris. La policía llegó después y a golpes se lo arrancó a la turba.

En el Área de Observación del Centro de Readaptación Social, dos miembros del Consejo Técnico de la Dirección General de Prevención le realizaron estudios biológicos y psiquiátricos. Juan, apodado El Perro, homicida de Pascual alias El Topo, terminaba cubriéndose de beige. Leyeron su ficha:

“NOMBRE: JUAN HERNÁNDEZ H. (A) EL PERRO O EL JUANITO.
“EDAD: 17 AÑOS.
“CONDENA O ACUSACIÓN: HOMICIDIO DOLOSO.
“SITUACIÓN ACTUAL: PRISIÓN PREVENTIVA.”

El abogado, reclinado en el descanso de la silla, mira a El Perro. Por su parte, Juan se queda en silencio, meneando de izquierda a derecha la cabeza, con los ojos cerrados como buscando a ciegas ¿la vida?

–Juan…

–¿Mh? – respondió éste sin abrir los labios.
Hizo una pausa, desalentado.

–Está cabrón decir que no quisiste matarlo, peor decir que nomás fue una pelea.

–Yo hago lo que usted me diga.

–¿Y qué vamos a hacer?

–Lo que usted diga.

–Quiero sacarte de aquí… pero la veo cabrona.

–¿Qué quiere que le diga, lic? Si puede, sáqueme.

–Tu madre no quiere verte más.

–Hay mucha gente que no me quiere.

–¿Entonces para qué te ayudo?

— No me ayude si no quiere. Hice lo que hice y ya está. Así yo aprendí. El que te la hace, te la paga. Dígales que estaba drogado o lo que quiera; ese wey ya está muerto. Yo lo maté. Nadie lo va a revivir. Nadie va a viajar en el tiempo y hacer que eso no suceda, ¿sí? Ya estuvo. Ya, a la chingada. Si me toca tambo, va. ¿Allá afuera quién me espera? Más voy a tardar en salir que en regresar aquí. Porque así son las cosas.

–Puedes salir y buscar chamba, o estudiar. Estás chavo, Juan.

–Por eso. Si puede, sáqueme. Pero eso sí le digo: Hay otros que me la deben. Y si no soy yo, será otro igual. Chamba no le va a faltar.

–Pinche Juan.

— ¿Yo? Pinche ese wey del Topo. Le dije que me la iba a pagar. ¡Ahí está! Eso le puede decir al juez. Yo si cumplo mi palabra.

Luis Alberto Rodríguez (Tizayuca, México, 1983) es escritor y periodista. Autor de “Oficio rojo” (Revolución, 2014) y Eso que se dice hombre (Desde Abajo, 2023) y co-autor de Memoria contra el olvido (Indesol, 2008). Premio Nacional de Periodismo en derechos humanos. Ha divulgado sus piezas de narrativa, ensayo y poesía en diversas publicaciones, incluida Hispanic LA y la revista El Perro, becada por el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. Su obra cotidiana puede encontrarse en su blog http://luisalberto.mx/

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