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Terremoto en Chile, un país que se fue al carajo

Terremoto en chile, un país que se fue al carajo

No sé de qué pueden servir mis palabras al lado de la claridad de las imágenes de la tragedia. Simplemente, el jaguar sudamericano se terminó de ir al carajo. Bastó un mega terremoto para que aflorara con toda su violencia el conjunto de contradicciones que venían socavando desde hace dos siglos a nuestra sureña sociedad. El ostentoso y esbelto país no era más que un mal chiste, un artefacto de utilería.

A minutos de ocurrido el terremoto empezó el pillaje y el saqueo en cada ciudad y pueblo afectado a lo largo de Chile. No se robaba por hambre, sino por resentimiento, oportunismo y desesperación.

Desde las farmacias no se extraían remedios sino la cosmética más cara; desde las tiendas y supermercados no se extraía ropa de abrigo, sino las zapatillas más costosas, los televisores de plasma, lavadoras automáticas, congeladores, computadoras, teléfonos celulares, nintendos, play station y equipos de música de última generación. Las hordas eran incontenibles. Sólo algunas madres entre sollozos se habían unido al saqueo, pero arrancaban apenas con unas cajas de leche en sus brazos.

La electricidad, el agua potable y las comunicaciones se cortaron desde el primer minuto. El apagón hizo al Estado y al lumpen invisibles. Nadie sabía sobre la suerte de los otros. Cada sobreviviente pasó a ser su propio guardián, el celador de lo que quedó del desastre y el único protector de su familia.

El resto de la noche siguió temblando con fuerza. El ruido subterráneo, los griteríos de histeria, los ladridos y las sirenas dominaron en la oscuridad. Nadie pudo sentarse. Todos temblábamos, en pijamas, semidesnudos y no atinábamos a dar un paso.

Al paso de las horas (lo supe más tarde) las instituciones seguían en estado de shock, sin poder reaccionar y la armada transmitía una errónea señal al país descartando la posibilidad de un tsunami. Ese error fue retransmitido por los capitanes de puerto, por la policía y los bomberos, y la gente, que instintivamente había escapado a los lugares altos, volvió confiada en los datos oficiales.

Pero la gran ola que la armada no pudo percibir vino igual y volvió a venir, una y otra vez, y costó la muerte de cientos de personas en las caletas y ciudades costeras arrasadas por el sismo y por el mar.

Los arrogantes almirantes siguen sin poder dar una excusa coherente. El mar se llevó pueblos, hundió los botes y barquichuelos de la orilla, se llevó personas, familias enteras que tomaban sus últimos días de sol en la playa antes de retomar el año escolar.

Se llevó los recuerdos de millones de chilenos y argentinos y a cambio nos devolvió algunas tablillas quebradas, pizarreños rotos y muñecas y peluches embarrados.

Talca, Curicó, Chillán, Concepción y las ciudades más pequeñas del centro sur de Chile parecen lugares bombardeados. En el Gran Concepción, el millón de personas más pobres arrasó con todo lo que había a su paso. La Presidenta Michelle Bachelet tuvo que decretar Estado de Sitio y sacó a los militares a la calle.

En Chillán, se escaparon los presos al caer las murallas que los retenían. Antes de marcharse incendiaron todas las casas aledañas y asaltaron y robaron autos y camionetas para huir más lejos. Tres de ellos murieron baleados por sus carceleros en medio de la huida.

Los pomposos centros comerciales de las distintas ciudades tienen su aparatosa utilería desparramada en mil rincones. Las calles están levantadas, con profundas grietas y cubiertas de escombros en sus orillas. Cayeron chozas y mansiones. Las casas de la clase media se resquebrajaron y las torres imponentes recién inauguradas sufrieron daños estructurales irreparables. La especulación inmobiliaria con su ahorro criminal de materiales quedó al descubierto.

Pero a los ricos se les devolvió su suculento cheque invertido antes de tres días, mientras a los pobres a lo mucho se les regala un kilo de sal y una salsa de tomates.

En la televisión abierta prosigue el show de lágrimas de los ricos y famosos, bien auspiciados por dentífricos y gaseosas. Convocan a ceñudos analistas a debatir en mesas redondas sobre esta sorpresiva forma de actuar de los chilenos.

Muestran caras extrañadas ante el actuar de las hordas de saqueadores. Chile no era así, dicen. Pero ni un solo sobrevalorado analista dice la única frase que podría ser valedera en su análisis: que esto que vemos no es más que el monstruo del resentimiento que han alimentado durante siglos los detentadores de la riqueza. Es su Frankenstein y ellos son los únicos culpables. El vandalismo y el pillaje es la respuesta milenaria que periódicamente practica la chusma oprimida.

Los siguientes días nos hemos visto obligados a luchar por los escasos alimentos que quedan y por conseguir agua. Hablamos con quienes antes no hablábamos y nos ayudamos unos a otros en esta etapa de supervivencia.

Hoy, nuestro mundo es precario y se nos está desintegrando día a día. Ante cada réplica corremos a cubrir el cuerpo de nuestros hijos con nuestros propios cuerpos. Es el instinto el que nos domina.

A mis hijos les cambió la mirada, ya no ven el mundo como antes, como si toda la precariedad de la existencia se les hubiera abalanzado de golpe sobre sus minúsculos hombros.

Todo lo que parecía permanente hoy ya no lo es. Los parques que los cobijaron desde su infancia más tierna hoy son sólo escombros rajados por profundas fisuras. Los juegos y los asientos han sido expulsados de su sitio. Nadie volverá a sentir los cosquilleos de esos columpios ni se deslizará en sus pequeñas bicicletitas por la suave pendiente.

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