Tengo algunas hectáreas que me pertenecen. No tengo problemas en declararlas territorio libre. Todas las personas del mundo tendrían el exacto mismo derecho de transitar, sentarse u oler la hierba en ese terreno. Que sea de todos no es lo mismo que sea de nadie. Mi cláusula de desvinculación sería estricta. Transfiero mi propiedad a perpetuidad para el buen uso del conjunto de la humanidad. Buen uso significa sentarse y mirar el cielo o conversar o caminar sin prisa recibiendo en el rostro la brisa de la precordillera de los Andes.
Nadie podría sobreponer un símbolo dentro del territorio libre, no habría cercos ni rutas ni señales ni se rastrearía la tierra para sembrar semillas seleccionadas en laboratorio. Sólo crecería lo que tiene que crecer. Ni un centímetro iría al Estado ni a la Iglesia ni a los indígenas ni a los campesinos pobres, porque eso significaría que tarde o temprano volverían a caer en las mismas manos oligárquicas de siempre.
¡Hey, vengan , pisen, huelan la hierba, compartan este lugar, es de todos y nunca volverá a ser de alguien en particular!
Enfatizo, es de todos, porque de otra forma los oportunistas de siempre presupondrían que no es de nadie.
¿Cuántos propietarios más hay en este mundo que se atrevan a dar este paso?
La propiedad privada es la mayor excusa ideológica de los débiles de espíritu, los egoístas, los codiciosos y los abusadores.