Mi padre siempre tuvo una extraña obsesión. No recuerdo en mi infancia otro lugar en el que se sintiera más conectado, y me atrevo a decir que hasta más feliz, que en Playas de Tijuana.
Siempre tenía historias que contarnos acerca de “Playas”, pero la más recurrente era la del maremoto que se había “devorado” al malecón original con casas, edificios y comercios. El malecón antes del maremoto, se encontraba aproximadamente veinte metros más adentro que el actual.
No recuerdo con claridad cómo era el “Playas” de aquella época, pero sí recuerdo vividamente las ruinas que dejó el tsunami tijuanense, especialmente de lo que en otros tiempos fuera un edificio de departamentos, que quedó literalmente varado en la arena, aislada de todo. Lo recuerdo por que aún en los 90, uno de sus muros fue transformado en un hermoso mural por uno de los más talentosos artistas tijuanenses que he conocido: Oscar Ortega.
El precioso mural que era una oda a “La esquina del Mundo”, como suele llamarse a ese lugar preciso donde el mar junta el Primer Mundo con Latinoamérica, fue finalmente destruido por las autoridades municipales, en sus trabajos preparatorios para la construcción del malecón actual. Pese a las múltiples solicitudes de la comunidad cultural de Playas, encabezada por el propio creador, las autoridades decidieron dejar “la apreciación del arte” para alguna otra vida, donde se les incluyera sensibilidad y visión en su DNA.
No es casualidad que en la inmensa mayoría de la limitada colección de fotos que mis hermanos y yo tenemos con mi padre, el escenario de la foto se encuentra en algún lugar de esta zona de la ciudad, donde en nuestra niñez la única división entre Estados Unidos y México, era una placa montada a la entrada de un parque pegado al mar, y en donde la binacionalidad compartía un espacio independientemente del acta de nacimiento o “los papeles”.
Siempre había pretexto para ir a Playas, porque según mi progenitor lo mejor estaba ahí: las mejores pizzas y el Golfito todo el año, el Nacimiento gigante y las fotos con el Santoclós más bronceado del Polo Norte – en Navidades. Las mejores nieves, paletas, plátanos y piñas cubiertas de chocolate – de preferencia en verano, pero también en invierno. A todo fuimos casi desde recién nacidos, excepto a una atracción: la resbaladera gigante.
La resbaladera o resbaladilla, era lo más cercano que teníamos en aquellos años a la montaña rusa: una estructura de unos 20 metros de altura por unos quince de ancho, donde niños y adultos podían deslizarse desde lo alto, dentro de unos costales de fibra de esos que se utilizan para almacenar maíz o harina.
Nosotros los admirábamos desde el coche, con nuestras boquitas abiertas de sorpresa y ganas de meternos a uno de esos costales y deslizarnos por aquel gigante de colores. Pero siempre, a sano criterio de mi madre, o estábamos muy pequeños, o más tarde –cuando ya no estábamos tan pequeños –era muy peligroso. Un día mi padre con ganas de animar a mi madre y convencerle que era un lugar totalmente apropiado y seguro para nosotros los niños se montó en la resbaladilla, ante nuestras miradas de incredulidad y sorpresa. Ese día mi padre fue mi héroe y mi madre una terca, pues de todas formas se salió con la suya de no dejarnos subir, y el camino de regreso a casa fue acompañado de un profundo silencio y un gran secreto que se guardó mi madre.
Solo años más tarde, supimos que mi padre había subido tan emocionado no solo por darle una lección a mi madre, sino empujado por las seis coronas extras que ya llevaba en el ánimo, y aún no era hora de la comida.
Y así pasaron los años, y con ellos los colores de aquella resbaladilla colosal se fueron desgastando, más no nuestra curiosidad y expectativa de un buen día convencer a mi madre que ya era tiempo de dejarnos subir y ser unos de esos niños que gritaban de emoción al deslizarse junto a sus padres a gran velocidad y acelerado por tres grandes desniveles, haciendo la emoción aún mayor.
Pero un día mis padres decidieron divorciarse, y nuestros paseos a playas tuvieron un pasajero menos, muchas más visitas a playas y muchas más coronas. Así que en mi cumpleaños número 10, mi padre decidió darnos una sorpresa a mi y a mi hermana: finalmente nos subiríamos al Resbaladero de Playas. Mi hermana es menor, pero siempre ha sido más valiente y madura que yo, así que ese día, como muchos otros después, seguí a mi hermana.
El primer reto fue subir los casi 100 escalones de madera para llegar a la cumbre. A cada paso podíamos escuchar claramente cómo crujían los escalones de madera podrida y desdentada en algunas secciones, en las que uno tenía que respirar profundo y hacer un esfuerzo algo mayor para de una zancada cubrir el espacio de dos o tres escalones seguidos.
Ese día descubrí el vértigo, que combatí solo por no decepcionar a mi padre, que nos veía sentado en el cofre de su Challenger 72’ amarillo.
Lo recuerdo como si se tratara de una vieja foto de algún actor francés de los 60’s.
Y también recuerdo a mi hermana llegar a los últimos escalones, haciéndome una seña que interpreté como un “apúrate”.
El segundo reto fue meterme al asquerosamente sucio costal de maíz, que además se encontraba lleno de huecos por todos lados. Mi hermana ya estaba sentadita esperando a que me decidiera de una buena vez terminar con los preparativos y hacer lo que durante años vimos a otros niños hacer. Finalmente lo hice, y allá vamos las dos. Pero no por mucho tiempo, pues al llegar al primer desnivel, me detuve de golpe quedándome varada en el primer tercio de la resbaladilla, y después mi hermana a un par de metros míos.
La estructura estaba en tan mal estado, como pudieron darse cuenta nada más leer acerca de los escalones de madera podrida, que la resbaladera gigante había perdido su propiedad sine qua non, el sentido de toda su existencia: su lisura y propiedades para deslizarse. Era tal el desgaste de la superficie, que ni montadas encima de ruedas de hule nos hubiéramos podido deslizar.
¿Habíamos esperado tantos años a que llegará este gran momento, para tener que subir unas escaleras en ruinas, meternos a un costal mugroso y encima empujarnos con nuestras manitas el resto del recorrido?
La decepción fue muy grande, pero también la sensación de finalmente haber hecho algo que por años no se nos había permitido hacer.
Ese día pensé mucho en mi madre, en la mala leche que habría hecho de estar ahí con nosotros y ver que mi padre nos dejaba subir al resbaladero, en condiciones de peligro mucho más evidentes que las que ella conocía. Nunca le contamos que nos subimos al resbaladero. Y tampoco le contamos que ese día mi padre seguramente rompía un nuevo record mundial en consumo de coronas.