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Dice hoy Juan José Millás en un artículo de opinión, que “la radiactividad es como un pelo en la sopa, pero un pelo que no se ve y que mata”. Así, como disuelta en el líquido, va quedando también la noticia en la mayoría de los diarios; se disuelve entre las elecciones europeas, las crisis internas de las entidades financieras, y los devaneos de la OTAN en Libia. Diluida quedó también la información sobre la revolución silenciosa que han llevado a cabo los islandeses, o el terremoto que vivió Birmania el pasado jueves.
También comenta el ex banquero Mario Conde, que en cierta ocasión, el periodista Luis María Ansón, le aseguró que lo más importante en un medio de comunicación es la papelera; que más relevantes que las noticias que se publican, son las que se decide dejar en la estacada, por tener “prohibida” la salida a la luz pública.
Y con toda esta sopa de informaciones que se diluyen, informaciones que se ocultan, e informaciones que se dejan en el último rincón del plato, los ciudadanos debemos cocinarnos el guiso de la opinión.
Uno puede creer que es necesario intervenir en Libia, por el bien de su pueblo. Sin embargo, uno también debe creer, siguiendo la lógica de Ansón, que existirán intereses “prohibidos” a nuestros ojos que convierten la “Odisea al Amanecer” en un conjunto de ingredientes que no contienen únicamente la buena fe de liberar al pueblo.
Es evidente que los tiempos vienen con una intención adicional de las personas que habitamos el mundo, por conocer lo que se nos ha venido vetando durante muchos años. Ya no nos conformamos con los discursos tranquilizadores (véase la escasa credibilidad que está recibiendo en Japón la gestión gubernamental en la crisis nuclear). Nos han mentido tantas veces, nos han ocultado tantas cosas, que como en el cuento del pastor mentiroso, ya no somos capaces de imaginar que el lobo no aparecerá.
Y esta falta de confianza en “los que se supone que saben”, en los “expertos”, en los “dirigentes”, se traduce también en una falta de confianza “en general”. El empleado no cree en las palabras del empresario que le tranquiliza ante la escasa liquidez de su empresa; ni el frutero de la esquina fía ya, como se hacía antaño, apuntando en una libreta a los vecinos que “le pagarán mañana”. Y este cúmulo de sospechas ha sustituido la palabra, ya desde hace algún tiempo, por el papel y la tinta y, si es posible, por la firma notarial.
Llegará un día en que nos encontremos con aquel amigo al que llevamos años sin ver, y nos digamos el consabido: “a ver si quedamos para tomar un café”, y tendremos entonces que tomarle por escrito el ofrecimiento, ya que, todos sabemos, el café no llegará, y quizás tampoco las ganas de compartirlo.