Decía Winston Churchill: “Quien habla mal de mi a mis espaldas, mi culo contempla”, y a veces uno tiene que enfundarse esa capa de indiferencia para caminar por este mundo. Todos hablamos de los demás; bien, o mal, según el día. Y si no, que se lo digan a Belén Esteban.
Lo cierto es que la crítica tiene algo que me pone la piel de gallina, sobre todo cuando es producto del momento, cuando hierve el rencor dentro de uno y se convierte en la burbuja que es la consecuencia del calor interno. Lo sé bien, porque la utilizo.
Dice mi suegra, -que no es Winston Churchill, pero por momentos resulta mucho más imponente en sus discursos-, que la queja es la llamada al diablo. Y de este modo, cada día que uno observa los personajes televisivos que se suceden naciendo como setas en otoño por los programas más vistos, uno puede recrearse atendiendo a los millones de quejas de los que presumen bajo cheque previo:
“Mi marido me pone los cuernos”, “Mi empleada de hogar me roba”, “Julio Iglesias me enamoró y después me dejó tirada”… etc.
Tendríamos tantos ejemplos que no merece la pena describirlos; sin embargo, creo que merece la pena detenerse unos minutos a tratar de comprender por qué motivo nos importan tanto las quejas de los demás, las críticas, los insultos, y el escarnio público de otros que llenan nuestros vacíos existenciales a través de la pequeña pantalla.
En los últimos días, el tema estrella de la televisión española son los “cuernos” de Belén Esteban. Para aquellos que no la conozcan, la podríamos definir como una mujer normal y corriente, que se ha convertido en el personaje más popular de este país debido a que tuvo una hija con el torero Jesulín de Ubrique; y sus quejas contra éste la han convertido en lo que denominan “la princesa del pueblo”.
Tanta ha sido su fama, que incluso un sociólogo francés y una tesis de la Universidad de Sevilla, se han decidido a analizar el fenómeno.
La cuestión es que su vida es tan pública, que en cierto modo me recuerda a la película de Jim Carrey, “El Show de Truman”. No da un paso la mujer, que más de veinte cámaras y reporteros ataviados de alcachofa, la persigan. Pero, ¿por qué motivo hemos convertido los españoles a esta señora en el principal objeto de conversación de millones de hogares?
Belén Esteban no sabe cantar, ni bailar, ni es periodista, ni escritora, ni actriz… es decir, no tiene ninguna de las características por las que las personas salen en televisión.
Quizás sea simplemente por eso por lo que el público la ha subido a los altares del éxito; porque posee todas las carencias que también poseen aquellos que la apoyan, y ven en ella ese reducto de posibilidad de convertirse en estrellas por el simple hecho de protestar sobre sus vidas, ante un numeroso público que te de la razón sin siquiera pensar en lo que uno está diciendo.
Y efectivamente, a los españoles nos cuesta mucho más reconocer nuestros defectos, que apoyar a aquellos que poseen los mismos defectos que nosotros. Y justificamos con sus carencias, las nuestras. Que ella sea limitada, como yo, nos elimina la limitación a ambas; piensa el pueblo, al parecer. Más sencillo es acumular el número de incultos, haciendo apología de la ignorancia, que tomarnos el esfuerzo de destruir la incultura.
Seguramente, dentro de un tiempo, los mismos que hoy la ensalzan, la lapidarán, como hemos hecho con la Pantoja, o con el profesor Neira. Cuando deje de encarnar los ideales del pueblo conformista y quejumbroso, pasará a liderar la saga de los escarnios públicos, al más puro estilo del circo romano.
Por eso, querida Belén Esteban, será mejor que te tomes unas dosis del consejo de Winston Churchill, porque cuando vengan las críticas feroces de los que hoy te adoran, tendrás que tener una buena retaguardia a la que contemplar.