Todo el teatro del mundo en La Panadería

Un ojo cabe en el mundo y el mundo se hace imagen en un ojo. Pero ese ojo puede ser, también, un escenario; la arena inmemorial de un coliseo donde converge la vida. Así se pensaba el teatro en tiempos de Shakespeare. Y no es casualidad que el mayor tablado isabelino se llamara “El Globo”, en clara alusión al ocular y al terráqueo. El mismo concepto llevó a Borges a escribir “El Aleph”; un cuento que habla del punto donde converge el universo entero y que, por cierto, “es” también el universo entero. Del mismo modo en cada charco o espejo roto la luna se refleja entera. Sin embargo, no toda obra de teatro es un “aleph”.

Por estos días y apenas pasado el último eclipse, en Villa María se operó el fabuloso milagro. Porque quien se asome a la sala de “La Panadería” para ver “Filomena Marturano”, verá algo más que una obra de teatro y algo más que una representación. Verá la vida misma. Un episodio del mundo que, a su vez, es sublimación y resumen del mundo. Y ese milagro, tan difícil de encontrar en un país donde la dramaturgia siempre fue a pérdida, se produjo el sábado en el “lejano sudeste” sojero; aquí donde un grupo de actores puso en escena la obra del italiano Eduardo de Filippo.

Valió la pena salir de casa en la noche más fría del año para esas ciento veinte almas que se llegaron a Salta y José Ingenieros. Valió la pena olvidarse por un momento de la expulsión de Messi y de la Copa América. Valió la pena “cabecear” entre las butacas sin declive para ver el escenario y ser, acaso sin esperarlo, parte de ese fabuloso “aleph” en que se convirtió “La Panadería”. Porque la obra y las actuaciones pagaron a todos y por todo.

La pareja protagonista formada por Mario Molina y Eliana Rojas, tuvo el nivel de los mejores profesionales del país. Acaso porque “no hicieron como que eran Domingo Soriano y Filomena Marturano” sino porque, durante poco más de una hora y media, lo fueron en cuerpo y alma. Es decir que le prestaron sus cuerpos y sus almas, sus voces y sus gestos, a esos personajes esbozados por un escritor hace más de setenta años, en lo que significa una de las alquimias más maravillosas de la especie: que dos personas dejen de ser las que son y se vuelvan otras; la sangre de seres de tinta, la carnadura del verbo. Mario tuvo una actuación sobresaliente, sin baches, de principio a fin. Encarnaba a un hombre de muy buena posición económica que, tras convivir 25 años con una ex prostituta, la toma por esposa mientras ella agoniza para concederle un último deseo. Pero esa agonía es una treta de Filomena, que luego de la firma en el registro se levanta de la cama diciendo que está mucho mejor y tiene mucho hambre, que cuándo comienza esa nueva vida de una buena vez. Empieza la comedia de enredos con el varón estafado y la mujer estafadora. Hay diálogos tan picantes como hirientes y escenas tan patéticas como misericordiosas. Los dos tienen razón y ninguno de los dos la tiene. Los dos tienen amor pero también odio y mucho, muchísimo, resentimiento. La vida misma los llevó hasta ese abismo. El homo-sapiens viviendo en una sociedad basada en la hipocresía y no en la verdad; en la traición y no en el coraje.

Y entonces, en la segunda parte de la obra, además de aparecer el mundo, aparecen Sófocles y Dostoievski. Porque Filomena Marturano confiesa que viene “del bajo” (y el bajo de Nápoles se parece demasiado al de Buenos Aires y a los bajos fondos de San Petersburgo) y que a los 13 años fue obligada a prostituirse para traer comida a la casa como la Sonia de “Crimen y castigo”. Y porque desde entonces su lucha fue la de mantenerse fiel a su humanidad contra lo que dicen las convenciones. Quiso tener los tres hijos que le dio su profesión como una cruz, porque el aborto, tan normal para las demás chicas “de la vida”, le parecía un “crimen sin castigo”. Y desde entonces no vaciló en mentir, en fraguar casamientos, en robar los viáticos al “bacán que la acamala” (Domingo Soriano) para pagar en secreto el estudio de los chicos. Y acá es donde Filomena se vuelve Antígona; porque sabe que “no se puede servir a dos amos al mismo tiempo” y elige ayudar clandestinamente a su propia sangre antes de donar la suya a esa convención social que podrá ser abolengo pero que nunca será su familia. Y aquí, este modesto periodista quiere hacer una pausa y decir dos palabras acerca de Eliana Rojas.

Si uno creía que el teatro estaba hecho de gestos ampulosos y de voces impostadas, si uno pensaba que un escenario es lugar para “sobreactuar” y “lucir el propio ego”, ella demostró todo lo contrario. Que se puede pasar del grito al susurro en un segundo; que se puede actuar con un ademán exagerado pero también con un silencio y una mirada; que sus ojos llenos de lágrimas en la escena final de la obra no son “de utilería” sino las que lloró la propia Filomena Marturano a través de esos, sus propios ojos, los ojos de Eliana Rojas; que como el teatro El Globo también se han vuelto mundo.Ver, entender y vivenciar el trabajo de Eliana Rojas, es la mejor “clínica de dramaturgia” que podría tener un estudiante de teatro en Villa María por estos días (más precisamente este domingo 14 de julio a las 20).

Sin embargo y al margen de la actuación sobresaliente de la pareja principal, lo que se respira en la obra es una fabulosa unión grupal, donde todos los actores tocan la melodía que pide la canción; esa música que salió de un corazón para volverse pentagrama y luego pura música. Tremenda composición de Jorge Rossi en el viejo Alfredo, pasando de la picaresca al pedido de piedad. Versátil Lucía Vottero, haciendo de criada y enfermera. La tríada de hijos de Filomena formada por Leonardo Castillo, Agustín Manzo y Tomás Mauro, ponen una nota distinta en la obra y constituyen la primera certeza de familia; que en medio de tanto engaño hay posibilidades de vivir mejor, que hay en ciernes un “todos nosotros”. Los extras, impecables. María del Cármen Nóbrega (Rosalía), Roberto Alanis (abogado) y Alberto Dalmasso (juez) son tan sobrios como exactos. Igual que el preciso contrabajo de un tango. Y acaso esta comparación no sea casual. Porque aunque concebida en Italia, la obra “peca” de argentinísima. Tal vez porque los problemas de nuestra “otra madre patria” eran y siguen siendo los nuestros, o porque en 1950 el personaje de Filomena fue encarnado por Tita Merello, la primera dama del arrabal. Y, sobre todas las cosas, porque hoy la dirige otro tanguero, Emiliano Kándico (voz del “Dúo por la Vida”) junto a Leonardo Castillo.

Por eso es que en toda la obra se respira el suburbio pero también “las luces malas del centro”; la historia de quienes “gambeteaban la pobreza en la casa de pensión” y ahora son “bacanas”, aunque la vida no ría y canta y ya no pueda seguir gastando los “morlacos del otario” para sus hijos. Hay una gran delicadeza en la dirección de actores como la de un músico en la dirección de una orquesta. Porque Emiliano y Leonardo han sabido sacar lo mejor de cada uno de sus instrumentos en pos de la música y no del ego. Y, para seguir con la metáfora tanguera, al terminar la obra y cuando todos brindar con la copa por la segundas nupcias y tiran flores a la vida nueva que recién empieza, se tiene la sensación de que algo ha quedado tras el telón. Algo más que los pétalos de un clavel rojo deshojado en el suelo. Es Eliana Rojas que dejó un pedazo de vida y se marchó.

Escritor y periodista argentino (Córdoba, 1971). Ha publicado libros de relatos y poesía (“Los ojos de Sharon Tate”, “Príncipe Vlad”, “Crónicas del Sudeste”). Colabora para diversos medios gráficos e instituciones culturales.

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