El lunes, la farmacéutica Johnson & Johnson anunció que suspendía el desarrollo de una vacuna contra el COVID-19 porque uno de los sujetos a sus pruebas había enfermado y necesitaban aclarar la razón.
La vacuna en manos temblorosas
Este martes 13, Eli Lilly hizo lo mismo, suspendiendo las pruebas de un tratamiento de anticuerpos por temores similares. El mes pasado las pruebas de vacuna de AstraZeneca se terminaron después de que dos de los participantes enfermaron.
Las gigantescas corporaciones simplemente actúan como normalmente hacen empresas similares. Se someten a las opiniones de los científicos.
Y lo hacen por una simple razón: porque para que su negocio siga siendo tan enormemente lucrativo como hasta ahora, la confianza del público es de la mayor importancia.
Y no es que le sobre. En las encuestas, las farmacéuticas son los más impopulares en el país, solo superados por el gobierno federal en la antipatía generalizada.
En estos días entonces, y faltando 20 días para las elecciones, tiene lugar en Washington un duelo. La administración del presidente Trump, para salvarse de una derrota en las urnas, apela a cualquier recurso.
El sueño de Trump
Trump quiere anunciar que “él” ha desarrollado una vacuna contra el coronavirus antes del 3 de noviembre, para así granjearse el apoyo de millones de votantes que de otra manera consideran su manejo de la guerra contra la pandemia como un abyecto fracaso.
Aunque sea demasiado prematuro.
Para ello, Trump presiona a cualquier empresa abocada al desarrollo de la vacuna para que declare en las próximas dos semanas la existencia y disponibilidad de una supuesta vacuna aunque no se cumplan los requerimientos científicos. Aunque la vacuna así promocionada en última instancia no sirva, o que sea más dañina que efectiva. Aunque desaparezca al día siguiente de los comicios.
Una herramienta con la que cuenta el mandatario para obligar a las farmacéuticas a obedecer sus necesidades personales es su amenaza de controlar los precios de los medicamentos, un tema popular para todos los estadounidenses, que han visto con desesperación como los remedios que necesitan para su salud o supervivencia se encarecen constantemente.
Trump emitió recientemente una orden ejecutiva que pedía limitar los costos de algunos medicamentos recetados. Pero no perdamos el sueño esperando que realmente baje los costos. Ello es tan probable como la «wonderful» ley que según él reemplazará Obamacare, en cuanto logre finalmente anular la ley de acceso a la salud.
Sin vacuna, y la gente pierde
En esta batalla, quien pierde es la gente susceptible de contraer el temible virus.
Este caos atenta contra el normal desarrollo de las decenas de investigaciones que en todo el mundo se encuentran en etapas adelantadas. Los gobiernos reconocen el valor estratégico de la vacuna y luchan por ser los primeros en tenerla. Rusia ya declaró poseerla y aunque no terminó la etapa de pruebas en humanos, tiene contratos por 1,200 millones de dosis con la India, Brasil, Sudáfrica, México y Arabia Saudita.
Otros países van por la misma vía. En Israel se divulgó hace meses que el principal instituto de investigación estaba a punto de anunciar la vacuna. Miles participan en los experimentos y pruebas de las que se están desarrollando en diversos lugares.
La humanidad está luchando por su supervivencia, y avanzando para encontrar tratamiento, cura, vacuna para derrotar al mal, algo que esperemos suceda en 2021. ¿Y mientras tanto? Seguir cuidándonos, aislándonos, porque nuestra vida depende de ello.
La lucha contra el COVID-19, efectivamente, tiene que ser global. El virus no reconoce fronteras, y los países de la Tierra deben unirse para derrotar a este terrible mal antes de que sea demasiado tarde.
Pero para ello se deben minimizar los aspectos políticos del desarrollo de la vacuna, que en definitiva tergiversan la ciencia y retroceden la confianza de la población.