A las 8 y 24 del histórico sábado 7 de noviembre, CNN proyectó que Joe Biden sería el cuadragésimo sexto presidente de los Estados Unidos y Kamala Harris, la primer mujer vicepresidente. Y se sintieron gritos de alegría, bocinazos, lágrimas y gente con banderas en el aire en Washington, DC, Nueva York, Philadelphia, Atlanta.
Para muchos no era un festejo típico tras una reñida campaña electoral, sino que alivio por las tremendas amenazas existenciales que las instituciones democráticas estadounidenses confrontarían si se continuase con el autoritarismo de Donald Trump.
Un festejo, también, de un país que ahora espera un cambio de dirección en la lucha contra el COVID-19 que ya ha infectado a 9 millones de estadounidenses y en donde unos 40 millones han perdido su trabajo.
Aunque los resultados temporarios indiquen que el candidato republicano ha sido derrotado y la gente festeje, el siempre obstinado Trump no ha concedido. Por el contrario, insiste en que hubo fraude y asegura que recurrirá a recuentos y demandas judiciales.
Tal vez también esté contando con la reacción disruptiva de milicias ultranacionalistas, que han crecido amenazadoramente con el aliento que el presidente les brinda, pero que en realidad son un problema policial que no representa una auténtica amenaza al Estado.
Pero las opciones de Trump se ven limitadas en la medida en que sus propios aliados comienzan a abandonarlo. Hasta FOX News anunció que Arizona, Nevada y Pennsylvania han sido ganados por Biden, eliminando cualquier cálculo matemático que permitiese que Trump consiga los cruciales 270 votos en el Colegio Electoral.
También llegan congratulaciones de líderes de otros países. Entre ellas, las de los primer ministros Boris Johnson, de Gran Bretaña; Justin Trudeau, de Canadá; Emmanuel Macron, de Francia.
Para Trump (quien mientras el país esperaba ansioso se fue a jugar golf), va a ser casi imposible remontar todas estas fuerzas que confluyen en este momento decisivo y que proveen legitimidad a la victoria de Biden. En ese contexto, una Corte Suprema de Justicia, controlada por conservadores que incluye tres designados por el presidente, no podría revertir el resultado electoral sin un costo político y social altísimo, que no creo se atrevan a pagar. Quitarle o, para mayor precisión, robarle la elección a Biden podría resultar en una revuelta popular con graves consecuencias.
En esta larga jornada de 244 años, el pueblo estadounidense votó una vez más y Joseph Robinette Biden, el hombre que se sobrepuso a grandes pérdidas personales, y la afroamericana Kamala Harris, hija de una familia de inmigrantes, serán los nuevos ocupantes de la Casa Blanca como testimonio de la fortaleza de nuestras instituciones estadounidenses.
Este artículo fue originalmente publicado en el periódico La Opinión de Los Ángeles.