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Viernes negro, locura inducida

Viernes negro, locura inducida

Breve, algo muy breve sobre esa locura inducida, el Viernes Negro.

Para quien llegue de otras cosas, no se trata de otro derrumbe terrible de la bolsa de valores, suicidios desde altas torres incluidos.

Ni del nombre cariñoso que el vulgo le pegó a una araña gigantesca y peluda, no.

Es el día de ventas más importantes del año en Estados Unidos. El que viene después del Día de Acción de Gracias o Thanksgiving, que es siempre un jueves. ¿Ven?

Los minoristas, vendedores, bolsistas, periodistas financieros, presentadores de televisión, banqueros de Wall Street y de la plaza de los jubilados, y hasta un servidor están observando con los ojos desencajados y las lenguas destilando vapor lo que vendrá, y se mesan las manos temblorosas a ver cómo salen las ventas ese día.

Porque es el primero en la temporada de ventas de Navidad, tradicionalmente fruto de alrededor del 40% de las ventas anuales.

Este es un año de crisis, ¿recuerdan? En todo el país el desempleo subió por encima del 10% y aunque lentamente, sigue escalando. En California, es del 12.5% y el primero o el segundo en todo el país.

Uno de cada ocho trabajadores californianos no tiene trabajo, porque lo perdió es la debacle financiera del año pasado o porque jamás pudo conseguirlo.

El número solamente corresponde a la cantidad de personas que acudieron al ministerio de trabajo estatal a pedir compensación por desempleo.

No incluye a los que trabajan sí, pero en empleos parciales. O marginales, o no registrados o ilegales. No incluye a los chamberos y los freelancers de cuenta propia. A los vendedores de algo que nunca trabajaron para nadie. No incluye a los inmigrantes indocumentados, que en este estado son legión y trabajan ilegalmente.

No incluye a los que se cansaron de buscar empleo y se quedan en casa hasta que pase el temporal.

Si fuesen todos contados, dicen los que saben, la proporción podría ser el doble o casi el doble. O sea, 1 de cada 4 o de cada 5, afuera del ciclo monetario.

Sin embargo, desde quienes emplean un millón y medio de «asociados» (WalMart) hasta los supermercados de la esquina, necesitan de esas ventas para generar ingresos, para mover el inventario del año que muere y encargar nuevo, para en pocas palabras, mover la economía.

Entonces, llegan a esta casa todos los días varias libras de papeles de colores con ofertas extraordinariamente atractivas. Televisores y calentadores de arroz, botas de piel de algo y pendientes de plata, ropita para el bebé y una colección de cuchillos. Baratísimo.

¿Qué hacer?

Difícil resistirse. Pero lógico. Porque yo, y menos un cesante, no necesito esas flores de plástico espectaculares, o el enorme, enorme reproductor de CD todavía agrandado con una muralla de espuma blanca y una caja de cartón duro.

O la colección de valijas.

Aunque pensándolo bien, la colección de valijas, quizás sí.

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