Vivir es un asunto serio, por Álex Ramírez-Arballo

A la filosofía llegué por accidente. Cuando era adolescente, alguien puso en mis manos una “historia de la filosofía”, la de Gutiérrez Sáenz; poco tiempo después di con el recientemente desaparecido Ramón Xirau y su particular versión de la historia del pensamiento, publicada por Taurus o la UNAM, me parece. Entonces los astros en lo alto designaron para mí una ardorosa encomienda: la filosofía sería compañera mía en este caminar por la tierra.

Aunque debo aclarar una cosa, cuando digo filosofía me estoy refiriendo con exclusividad a su vertiente existencial, es decir, aquella pasión autorreflexiva que tenemos los seres humanos –lo aceptemos o no- por preguntarnos por el sentido final de nuestros pasos. Las variantes gnoseológicas (lo relativo al conocimiento) me interesa muy poco; menos aún me interpelan las triquiñuelas lógicas de la variante analítica, para quien no parece haber más realidad que el lenguaje. No, definitivamente no, para mí la filosofía siempre ha sido un asunto ligado a la carne; más Sancho que Quijote, desde pequeño me han fascinado los misterios de la fisiología y la sensualidad, el exceso lujurioso del glotón, el perezoso y el libertino, la fascinación de haber sido encarnado como animal sintiente en un mundo material que deviene a tumbos en estas aguas bravas del tiempo. No puedo separar el conocimiento del dolor y el placer (que a veces son una misma cosa). No quiero suponer que soy un ente angélico atrapado en una cárcel de tejidos deleznables: no tengo un cuerpo, soy un cuerpo.

Siendo muy niño descubrí una fácil vocación por las palabras, lo que me llevó a escribir en trozos de papel que el viento se llevo –gracias a Dios- algunos poemas vehementes; no los tengo a mano, pero recuerdo claramente que en todos ellos se encontraba presente ya, al menos como germen, esta preocupación mía por conocer lo que se esconde entre las tipas de la existencia. Es natural que fuera así, en sus orígenes la filosofía y la poesía eran las dos alas de una misma disciplina que consistía en pensar, decir y hacer la vida. El poeta era artesano, filósofo, político y constructor de sociedades; ahora es promotor cultural, burócrata o profesor, y a veces las tres cosas a un mismo tiempo.

A mis 43 años me doy cuenta al revisar mis cuadernos llenos de poesía inédita que en todos ellos, vistos en perspectiva, se adivina una decantación reflexiva harto sencilla: hacer de la contemplación un condensación verbal y un acto. No puedo desligar el arte poético de una ética particular, lo que me lleva al compromiso, y no sólo con el lenguaje, como arguyen mañosamente los tibios, sino vital y absoluto, que me hermane hasta la médula con los demás. Si la poesía no es vocación de diálogo, no me interesa.

Pienso en todas estas cosas porque delante de mis ojos se despliegan diariamente páginas y páginas cargadas de disparates y dolorosa indiferencia; se trata de los aires del tiempo, las expresiones intelectuales de una era determinada por la vacuidad, el sinsentido, el juego y el abuso tecnológico: el trabajo intelectual se ha convertido en un auténtico simulacro, un pasatiempo.

Hemos dejado de sentir pasión por el ser humano y nos hemos refugiado en una caverna de hombres reblandecidos cuya única arma arrojadiza es la ironía. Nada más. Pareciera que nuestro destino no es vivir sino durar; no morir sino extinguirnos. La profundidad y lo complejo han sido desterrados del vocabulario y han sido suplantados por lo fragmentario, lo superficial, lo exploratorio. Somos una generación caprichosa con una incurable fobia a los espejos.

El otro día me encontré en Youtube a unos “poetas” españoles que en lugar de escribir sus “poemas” los improvisaban al vuelo, y algo más impactante, no los construían con palabras sino con ruidos infantiles, algo así como trompetillas, chasquidos, silbidos y unos chirridos onomatopéyicos que suponían el escándalo de alguna maquinaria invisible. Aquello no daba para risas, ni para llantos. Si hubiera estado en aquel lugar me hubiera retirado de ahí con una sensación de agobio trágico metida en el cuerpo, lo sé. Por eso apagué la computadora y me dispuse a hacer otra cosa, no recuerdo ahora qué, algo que me quitara de la cabeza aquellas imágenes que tan bien sintetizaban el fracaso humano.

Saber estas cosas es duro, porque implica reconocer que estoy condenado a nadar contracorriente y esto, se ponga como se ponga, supone una tortura personal: somos seres gregarios y queremos caminar con la manada, ser aceptados, hablar la lengua de las mayorías. Pero no hay alternativa; si tengo que escoger entre la aceptación y la conciencia, me quedo con esta última.

Seguiré, pues, como cuando era niño, escribiendo esos poemas que se leen y que dicen cosas, que hablan de emociones y fuerzas del espíritu, que se pueden oler y tocar, que están poblados de placeres y saberes pecaminosos, que laten como el corazón y se estremecen como la carne; porque la poesía es para mí el triunfo más dulce del pensamiento, y es también, no pretendo obviarlo, un llamado radical a la acción. Para mí ser un poeta es existir de un modo determinado porque la poesía entraña necesariamente una postura vital, una manera muy clara de mirar y comprender el mundo.

Tengo ante mí ahora mismo, sobre la barra de la cocina, un artículo escrito por mi maestro Mauricio Beuchot: Sobre el sentido de la vida, desde una hermenéutica analógica . En él, el profesor diserta sobre la necesidad del sentido como elemento reflexivo humano que empuja a la persona hacia un auténtico proyecto de vida o muerte; el filósofo habla de alegría, pasión, símbolo, significado, trascendencia, entre otros términos que muchos de mis colegas leerían luchando por contener la risa. Es una pena, pero me importa, como ya he dicho, muy poco; yo seguiré por los caminos de la analogía, la poesía, la filosofía de la persona y la comprensión. Sé bien que tarde o temprano las aguas bajarán a su nivel y hasta los más frívolos en este mundo envilecido habrán de enfrentarse a la realidad de su propia mortalidad, entonces no habrá trampa que valga y ante el horror y la angustia se verán forzados, aunque no quieran o puedan aceptarlo, a buscar una señal de perduración en algún lado.

Álex Ramírez-Arballo. Profesor de cultura y literatura latinoamericanas en la Pennsylvania State University. Doctor y maestro en literaturas hispánicas por la University of Arizona. Poeta y escritor. En el mundo académico imparte cursos de lengua y literatura latinoamericana, así como un taller de composición para hablantes nativos durante las primaveras.
A la fecha ha publicado cinco libros de poesía, uno de crónicas y un libro de ensayos: Las comuniones insólitas (ed. UNISON 1998); El vértigo de la canción dormida (Ed. UNAM 2000); Pantomimas (Ed. ISC 2001); Oros siempre lejanos (Ed. ISC 2008); Las sanciones del aura (Ed. ISC 2010); en crónica: Como si fuera verdad (Ed. ISC 2016). Su libro de ensayos se titula Buenos salvajes –seis poetas sonorenses en su poesía (Ed. ISC 2019).
Ha sido ganador de premios de poesía a nivel local (Sonora) Libro Sonorense (2000, 2010, 2015 y 2017) y nacional, como el premio Clemencia Isaura (1999), los Juegos Trigales del Valle del Yaqui (2001), mención honorifica en el premio Efraín Huerta de poesía (2001), así como los premios binacionales Antonio G. Rivero (1998) y Anita Pompa de Trujillo (2006).
Ha sido articulista de El Imparcial (Hermosillo), La Opinión (Los Ángeles) y actualmente es escritor en la revista iberoamericana Letras Libres.
Sobre su obra poética, el Diccionario de escritores mexicanos dice: “La poesía de Álex Ramírez-Arballo se proyecta como una exploración dentro de los territorios del pasado, la oscuridad y la ausencia. Esta sensación de vacío surge porque los elementos verbalizados son definidos no por lo que son, sino por lo que un día fueron: la infancia, el amor, el lenguaje, etcétera. En sus poemas proliferan las imágenes relativas al fenómeno de la mirada, la enunciación poética, el inconsciente y los procesos del sueño”.

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