Me conmovió hasta las lágrimas contra Inglaterra. Sigo hasta hoy gritando aquel gol increible. Y otros. Y la actitud popular. Y la humanidad de ser drogadicto, obeso, de salir de todas en andas del pueblo argentino. Porque desde aquí en Los Angeles fui al partido contra Rumania donde la Argentina quedó eliminada 3 a 2 en el Mundial del 94, cuando él fue hallado dopado, enviado a casa, hecho un trapo, dejando a un equipo deprimido y asustado.
Y cuando luchaba por su vida en Cuba, me conmovió el amor que el pueblo argentino le reservaba.
Hasta que lo pusieron de director técnico de la selección argentina. Sin palabras más que una: desastre.
Un buen jugador puede ser excelente entrenador. Los mejores lo han sido. Pero no en este caso. La ignorancia, las intrigas, la pretensión y por encima de todos, la indulgencia con la que lo han tratado, indignan más que nada.
Diego Armando Maradona no armó un equipo. Lo armaron a él. Como si supiese algo, se paseó por el espacio reservado al DT y atrajo miradas, cámaras, críticas, simpatía y hostilidad en todo el mundo. Pero entrenador no es, ni fue, ni será.
Lo de hoy fue el retorno del 6 a 1 ante Bolivia. Solo que ante un rival fuerte, bueno, real, tangible, diferente a las selecciones de segunda con las que se había enfrentado Argentina hasta ahora. Duele, pero no sorprende. De los mejores jugadores en este deporte a nivel internacional hizo un menjunje imposible que se desnudó -ya que él ya no se desnudará frente al Obelisco, o quizás sí- en los últimos 30 minutos, corriendo como en el potrero, todos juntos, sin posiciones, sin estrategia, sin recursos.
Como si no hubiesen entrenadores buenos. En este mundial: Bielsa, Martino. Hasta LaVolpe hubiese conseguido mejor resultado.
Ah, y sin Messi, otra de las creaciones infladas de esta soberbia que se llamó la selección de mi país. Entonces, bueno, no lloro ya, pero qué lástima, qué lástima.