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Nunca fue nuestro favorito. Para milagros nos tincaba más el servio Bora Milutinovic, capaz de clasificar a un mundial de fútbol a un grupo de troncos como la selección de Rapa Nui. ¿Cómo no hacerlo con nuestros chapulines colorados? A Bielsa lo veíamos por televisión gritonear en la orilla de la cancha a sus chascones jugadores albicelestes, vistiendo buzo térmico y con los lentes en la punta de la nariz o colgando desde el cuello hacia la barriga, más una carpeta bajo el brazo.
Tenía de dulce y de agraz: una medalla de oro Olímpica y una deshonrosa eliminación mundialista. Por eso el podio ganador se lo proyectábamos a un estiloso Juvenal Olmos, siempre vestido para un matrimonio o un bautizo. Aplicar la filosofía hermética a nuestro malogrado fútbol no nos parecía tan mala idea, después de todo. Cuando se cierran las posibilidades hay que buscar caminos nuevos. Las siete leyes del universo de Hermes Trismegisto puestas al servicio de nuestros pocos dotados cracks, en una de esas, daba resultado.
Parece que el problema estaba en que a Olmos se le enredaba demasiado la lengua o sus pupilos no se lavaban las orejas o sólo creían en el materialismo dialéctico por influencia del sindicato de futbolistas. Antes Fernando Riera había dado en el clavo de manera efectiva con “la roja” de antaño. Claro, en vez de metafísica recurrió a los coscachos, los retos y a los palmetazos para que sus gloriosos pelusas corrieran y golearan a los que se les pusieran por delante. Excelente, pero eso fue hace más de cuatro décadas y sólo salimos terceros. Julito Martínez agotó la celebración de tanto recordarla en cada aniversario, con su característico: mun – dial – de – mil – no – ve – cien –tos –se –sen- tai – dos. Ya es la hora de sangre, sudor y lágrimas en el siglo XXI.
Hasta antes de Marcelo todo había sido experimento, ilusión (unos cuantos vicecampeonatos, a lo más) y sobre todo errores. Casi tocar la cumbre para partir de cero. Desde que tenemos memoria el gordo Santibáñez y sus 11 murciélagos, Pedro Morales quien con su tradición cruzada «casi» nos clasifica a México, Orlando Aravena y el Cóndor apostando por la trampa para llegar a Italia (si nos resultaba, apuesto a que nadie hubiera dicho nada. Algo así como la cortaplumas de Dios), Vicente Cantatore (errático en la roja sin lograr los aciertos de la naranja calameña), Arturo Salah y los toquecitos quedándonos exactamente en el mismo lugar desde dónde partimos como si jugáramos ludo en vez de fútbol, Mirko (cansado y echando de menos su península), Xavier Azkargorta (con más verso que acierto) y Nelson Acosta clasificado y con medallita (con Zamorano y Salas espera que se le haga un monumento).
Por cierto, son muchos los que se quedan en el camino antes de la llegada del propio Juvenal, quien como decíamos al inicio perdió el rumbo, probó suerte en el baile, los centros deportivos y ahora en la política. ¿Su herencia futbolística después de tanta pinturita?: la miseria, el colapso, la ruina. Hubo que empezar de a poco, nada de frases rimbombantes ni nuevo camarín, hacer tabula rasa y que se queden los que quieran jugar aunque no sean muy buenos o tengan “cabecita mala” y se les tenga que hacer entrar en razón (nos damos el lujo de que uno de nuestros mayores astros, el porteño David Pizarro, no vista la roja, un hombre que más que marcar los goles, los crea. Aún así Marcelo se la ha arreglado con lo que tiene).
Enrejar Pinto Durán, armar una mediagua y dedicarse a ver una y mil veces los videos de partidos. Jugar de memoria (como Colo Colo 73 del Zorro Álamos, al cual le robaron vergonzosamente la Copa Libertadores de América el mismo año en que nos robaron la democracia), planificar, armar y desarmar, probar, errar (no demasiado) y seguir adelante. Y aplicar cambios en nuestra idiosincrasia futbolística. Como por ejemplo, marcar al rival, si la pelota no llega de casualidad a los pies ni al área contraria. Y segundo, correr. Jamás seremos tan dotados para alcanzar el ritmo brasilero (es un asunto de cintura, le escuché decir a una mulata a la que era difícil adivinar el color de la ropa, si es que la llevaba puesta) y eso lo solucionamos con velocidad, la pelota quemando en la punta del pie, buscando al otro chapulín colorado, no cualquiera, sino al mejor ubicado, al que gane en velocidad, que no caiga en la trampa del off side, el que sepa cabecear y otro que sepa centrar, es decir, detenerse y levantar la cabeza antes de patear. Cosas simples pero de las que carecíamos. Y Manolito Herrera dirá: nuestra defensa no está bien parada y da facilidades. Por cierto que sí, porque tenemos laterales con hambre de gol… Para eso, una sola receta, seguir practicando, corriendo como si la tierra quemara y, de paso, ver uno tras otro los videos de Marcelo para quedarse dormido con las jugadas, igual que cuando se practican cursos de inglés y se almacena en el inconsciente.
Las cosas no son fáciles, pero tampoco estamos acá para sufrir. A Marcelo le gustan las galletas criollitas y eso que no conoce las antiguas galletas morochas o las negritas -galletas bañadas de chocolate- o los alfajores de mi amiga Mabel de Melipilla. Una bolsa completa para cada partido y un kilo por cada triunfo, valen más que su estrafalario sueldo. Sudáfrica nos esperaba y no queríamos repechaje, traspiración ratona ni pasar etapas a lo compadre. Ganar con lo que tenemos, que no es poco ni mucho, unos buenos pelusas peloteros con las hormonas a mil (rancheritas, kenitas, pamelitas, adrianitas y lulytas y todas las itas serán bienvenidas pero después de la pega, es decir, de los goles y los abrazos). A los muchachos la silicona los puede alimentar, así como la sacarosa alimenta a Marcelo, a quien imaginamos con el seño fruncido dándole la seriedad al futbol que nos faltaba, si la alegría la ponemos los otros, los que desde el sillón o del estadio gritamos con la “roja del rosarino”.
Siendo honestos, Marcelo hubiese preferido gritar por su querido Newell’s Old Boys más que por sus chapulines, pero mientras los mantenga más ágiles que una tortuga, más fuertes que un ratón, más frescos que una lechuga y con el escudo en el corazón, quiénes somos nosotros para negarle ese derecho.