Anoche, mientras me compraba un alfajor de maicena bajo la lluvia, un chico pobre entró a la despensa. No dijo nada ni pidió nada. Pero apenas lo vio la despensera, abrió la heladera y le dijo “hoy no hay nada”. Y el chico se fue, haciendo un modesto gesto de agradecimiento y decepción. Fue su silencioso modo de decir “gracias” y “adiós”. Hacía mucho que no veía una escena así. La del hambre que pide en silencio. La de la niñez que se volvió analfabeta por el “álgebra de la necesidad”. El pedido de aquellos que sordamente dicen “piedad” no con palabras ni con escritos sino con el inequívoco lenguaje del aura; el modo que tienen de decir “aquí estoy”, todos aquellos que no tienen nombre.
Entonces, por esa inevitable alquimia de identificación, mi alfajor de maicena de 25 pesos me pareció un asqueroso lujo romano; una confitura desproporcionada para ese hambre que, como un súbito viento había entrado y salido de mi vida como una ráfaga y sin pedir permiso. Me sentí, imagino, como Nerón comiendo trufas con cerdo en el coliseo mientras los leones hambrientos se comían a los primeros cristianos, más hambrientos. (A esa “civilización”, dicen, le debemos “la cultura”. Y cristianos como aquellos se dicen también los de hoy, los que pegan en sus casas con alarma la leyenda “Jesús te ama”). Me sentí, además, obsceno de libertad. Precisamente por poder pensar en un “postre”, por tener la “elección” de comer una delicatessen a modo de merienda mientras aquel chico buscaba recortes de fiambre para una flacura y una mirada que no mentían.
Luego salí a la calle y vi, casi como un negativo de esa necesidad hecha niño descarnado, la mirada de los políticos sonriéndome desde carteles, siguiéndome con ojos asesinos mientras yo caminaba por las veredas mojadas, mordiendo mi alfajor impío mientras buscaba al chico por la calle. Debe haber venido en sulky, pensé. Debe haber venido en esos carros de los suburbios con sus hermanos, pensé. Y en vano corrí para ver si había doblado la esquina. Mi aura en ese momento era como la suya, pura necesidad de encontrarlo. Pero si lo viera, ¿qué le diría? ¿cómo lo llamo si ni siquiera sé cómo se llama?
No encontré el sulky ni su flacura ni su mirada. Sólo la mirada de los políticos que me seguían en mi estúpida carrera como los ojos del Gran Hermano en aquel premonitorio libro de Orwell.
Esto pasó en Villa María, una ciudad “burguesa” y de campos fértiles (en Córdoba, una de las tres provincias más ricas del país) alguna tarde e invierno de 2019. Y no me quiero imaginar lo que a la misma hora estaba pasando en las provincias pobres; donde los campos no dan fruto y la miseria golpea como un viento sur demasiado violento para quienes levantaron sus casas de cartón. Pero en esas provincias, pensé, los carteles de los políticos siguen siendo los mismos. Las miradas de esos candidatos millonarios, no solo de billetes sino también de posibilidades, siguen siendo las mismas. Esas pupilas que te siguen y te “piden” un voto aunque vos pidas recortes de mortadela. Esas pupilas que se han vuelto cartelera de un cine perverso del cual ellos cobran la misma entradas a los ricos que a los pobres: un voto. Pero el cine es de ellos. La productora, las ideas, los guionistas son de ellos. Y hasta la beneficencia de los pochoclos del día anterior es de ellos.
La lluvia mojaba mi campera y mi alfajor de maicena sin terminar. Y cuando bajé la cabeza hacia mis zapatillas viejas, por fin la vi. Era la mirada del chico pero en los ojos de un perro callejero; un perro flaco como él y mojado como yo. Entonces a él, a ese pobre animal que desde su mudez también pedía, le di la mitad de mi alfajor mordido. Y sentí, o creí sentir en mis oídos, que aquel chico, desde muy, lejos me decía por primera vez su nombre.