Si hay un ámbito donde los gobiernos dan rienda suelta a sus ímpetus fundacionales, es en la educación. A contar del siglo XX, han intentado reformas en este sentido en Chile, Carlos Ibáñez del Campo, Eduardo Frei Montalva, Salvador Allende y Augusto Pinochet, tal vez el único que logró hacer realidad sus propósitos gracias al monopolio de la fuerza y la aplicación del terror.
Los gobiernos democráticos posteriores a 1990 también tuvieron su oportunidad, pero con reformas de corto alcance y que no mermaron la herencia de la dictadura en cuanto al rol protagónico del mercado, el efímero control estatal y los mediocres estándares de calidad. Esto generó durante la presidencia de Michelle Bachelet, ya en este siglo XXI, una de las manifestaciones estudiantiles más largas, masivas, autogestionadas y desestabilizadoras de los últimos tiempos –avivadas por apoderados, profesores y hasta por políticos oportunistas– en demanda de un mejor trabajo dentro de las salas de clases. Los muchachos más temerarios y políticamente activos hablaban inclusive del fin del negociado inescrupuloso de los “sostenedores” de los establecimientos subvencionados, engendros nacidos precisamente en la mesa de operaciones de Pinochet.
El camino de Bachelet
Para superar el entuerto que ya se extendía por varios meses sin clases, Michelle Bachelet optó por el camino del diálogo, las comisiones y los informes, con resultados que quedan en evidencia, en parte, en la última elección presidencial donde la Concertación sufrió su primera gran derrota.
Este saldo en materia educacional de los gobiernos de centro izquierda, en apariencia negativo, permitió a las nuevas autoridades –en su mayoría ex funcionarios y adherentes de Pinochet, reconvertidos más tarde en exitosos empresarios gracias a las privatizaciones de empresas públicas, y ahora nuevamente mutados funcionarios del Presidente Sebastián Piñera– proclamarse como los adalides de la nueva reforma que sacará a Chile del subdesarrollo.
¿De qué manera? Disfrazando de decisiones técnicas y de sentido común –algo en lo que son expertos– la ideología neoliberal en su máxima expresión para así continuar profundizando, voluntaria o inconscientemente, los pasos que Augusto Pinochet no alcanzó a dar cuando fue derrotado en el plebiscito de 1988 y tuvo que regresar a los cuarteles.
Qué mejor para el lavado de conciencias que una buena reforma educacional, cuando se cuenta con el poder político y económico total, la condescendencia mediática, más el aval de una elección democrática fresquita en la memoria. Ciudadanos acordes con la idea de país de los gobernantes, es decir, a favor del crecimiento, el libremercado, el emprendimiento y desconfianza en la reflexión, la discrepancia y capacidad crítica. Para ello, el hábil Piñera nombró a quien puede traerle resultados y, en el caso de que no sea así, un mínimo de pérdidas: el ex funcionario de Pinochet, ex alcalde, ex candidato presidencial populista, militante del partido conservador católico Unión Demócrata Independiente, miembro de la secta religiosa Opus Dei y Ministro de Educación, Joaquín Lavín.
El personero Lavín
Se trata del mismo personero que dijo en sus tiempos de candidato a diputado –en aquel entonces defensor del legado de la dictadura–que más importante que el derecho de los ciudadanos a elegir a las autoridades, es el derecho a elegir qué comprar. Según Lavín, al menos hasta el golpe de estado de 1973, Chile estuvo sometido a los dictámenes del Estado en este sentido, cosa que cambió con las políticas económicas de su mentor (de hecho, él es el autor del forzado best seller de alabanza a las reformas neoliberales de Pinochet titulado “Chile, una revolución silenciosa”).
El mismo Lavín fue quien insistió hasta la majadería durante su primera campaña presidencial en 1999 que él no era un político (¿su presencia en el acto fundacional de cariz franquista de Chacarillas en 1977, donde centenares de jóvenes chilenos le manifestaron su apoyo al soldado gobernante, habrá sido sólo un gesto de patriotismo?) y que su misión en el servicio público es resolver “los problemas de la gente”. Lo anterior se reduce a instalar un poste de alumbrado público, dotar de más carabineros en las esquinas, habilitar Santiago con playas artificiales en la orilla del río Mapocho, hacer llover artificialmente para acabar con la sequía, siempre mirando al futuro; nada de reformas constitucionales ni temas “políticos” que no le interesen a “la gente”.
El mismo ministro ahora dice que la historia y las ciencias sociales son horas perdidas en colegios y se pueden aprender en las bibliotecas. Mejor reemplazarlas por más lenguaje, números e idioma.
¿Quién no podría estar de acuerdo si la finalidad es producir profesionales de excelencia, aptos y competentes para el mundo de hoy? Y de paso, recurriendo al típico chantaje de la eficiencia con que la derecha gobernante deja perpleja a la oposición: la mayor reforma educacional en Chile se debe aprobar en cuestión de días; discutirla sólo traerá más perjuicios a los niños de Chile, de los cuales son responsables los ineptos gobiernos que lo antecedieron. Un tremendo gol de media cancha para socialistas, socialdemócratas y democratacristianos que, hasta ahora, sólo dan manotazos de ahogados, junto al gremio de los profesores.
Lavín sostiene que para aprender sobre historia y ciencias sociales, primero se debe manejar el lenguaje. La matemática y el inglés surgen como necesidad de estos tiempos exitistas y posmodernos. Disfrazado con este argumento pseudo pedagógico, es posible encontrar un afán por cercenar la memoria histórica, las raíces de la identidad nacional y hacer caso omiso a la posibilidad de desarrollar el lenguaje, la expresión verbal y escrita, así como el pensamiento crítico que sólo otorgan las ciencias sociales,. Todos estos son aspectos donde el ministro Lavín, en las diferentes declaraciones de su vida política, ha manifestado sus aprehensiones, inclusive más que su oportunista jefe directo, Sebastián Piñera.
Si hubiese que buscar una sombra en el poder, tan sólo como tesis antojadiza, diría que es el ex senador de la Concertación, ex Ministro de Allende y hoy reconvertido empresario piñerista Fernando Flores. Si no hubo una conversación en las altas esferas, a lo menos hay tendencias pro mercado que al parecer se respiran en el ambiente o se trasmiten por ósmosis. En sus frecuentes, extensas y ofensivas charlas motivacionales a “emprendedores”, Flores ha repetido sus ideas respecto de cómo mejorar la educación que coinciden de manera sospechosa con lo planteado por Lavín. Más lenguaje para saber vender, más matemática para saber cobrar y más inglés para saber exportar.
Darle vueltas al pasado sólo genera resentimiento social y despierta rostros barbudos, trajes verde olivo y vocaciones revolucionarias. Temas de comunistas y revoltosos que Chile debe dejar en el pasado, indican. El mundo ya tomó este camino, señalan los defensores de la reforma, y entregan como ejemplo los países pertenecientes a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OECD), grupo del cual Chile forma parte desde principios de 2010 gracias –nadie sabe para quien trabaja– a las políticas económicas correctitas de los ministros de Hacienda de la Concertación.
Efectivamente, naciones exitosas como Finlandia, Japón y Corea del Sur –que Chile mira como ejemplos a seguir– incluyen más horas de lenguaje y matemáticas en sus establecimientos educacionales públicos en comparación con nosotros. Hasta ahí todo bien. La pregunta es si aquello es en desmedro de la historia y las ciencias sociales y, además, si estas naciones cuentan con salas de clases atochadas de estudiantes, profesores pobretones y atemorizados por matones con armas hechizas debajo del uniforme, desmotivación por doquier, hogares desestructurados, jefes de familia con ingresos miserables, tiempo escaso para la convivencia, hacinamiento y hedor poblacional, más la amenaza permanente de la pasta base socavando cerebros en formación. Si esto es así, vamos por muy buen camino…
Todas las reformas educacionales de Chile, desde las leyes puntuales de 1920 para aumentar la cobertura, la reforma anarco-fascista de Ibáñez, la proteccionista y preventiva de Frei Montalva, la socialista de Allende, la mercanchifle de Pinochet y la post mercanchifle de Piñera, han girado en torno a la misma problemática: ¿la educación es la respuesta a los problemas que la sociedad debe resolver o, por el contrario, tiene una limitada esfera de acción y, por lo tanto, debe moverse dentro de ciertos límites? Piñera y Lavín ya lo saben o creen saberlo.