Ana Rajmilevich tiene una risa fácil y un sentido del humor que se le marca en la frente y las comisuras de los labios. Es argentina, pero tiene casi 30 años viviendo en Israel. Se fue de su tierra después del atentado de bomba contra la Asociación Mutua Israelita Argentina (AMIA) en 1994. No huyó de la violencia, aprendió a vivir con y en medio de ella.
Rajmilevich vivía, hasta hace un par de días, en Mefalsim, el que apodan como el kibutz argentino, a unos tres kilómetros de la frontera con Gaza.
Era una comunidad protegida y colectiva. Era. El ataque de Hamás cambió los tiempos, de es a fue.
“Uno cuando viene a Israel sabe a lo que se expone, a la guerra y a la amenaza constante”, me dijo cuando la conocí en diciembre de 2022 en su comuna. Entonces, ella hablaba de los misiles como algo a lo que se había acostumbrado. Nos dio un recorrido por el colectivo, los cuartos de seguridad, su casa, el centro de jóvenes, el comedor y los campos. Saludaba a todos y la gente le correspondía con alegría y cariño. Era como el cascabel de la comunidad. Nos metimos hasta la cocina y en la memoria de su celular. Nos enseñó los videos de la cúpula de hierro y escuchamos estallidos que había grabado cuando la zona se ponía caliente entre israelíes y palestinos.
Ahora la argentina está atrincherada en una zona segura muy lejos de casa. El kibutz quedó atrapado en la guerra y 23 personas de la comunidad murieron víctimas de los ataques. Ana y sus vecinos, los que sobrevivieron, tuvieron que escapar y buscar resguardo. Ella perdió el brillo hasta en su voz. Es como si los ataques le hubieran rasgado el espíritu.
“Estoy muy mal, mataron a una amiga mía con el marido y el hijo, también están desaparecidos hijos de mi expareja, yo no puedo volver a mi casa, los terroristas siguen dando vuelta por ahí”, me contó en un mensaje de audio de WhatsApp en donde se le cuela la tristeza. Me imagino su frente ahora arrugada por la impotencia. De fondo se oyen radios y comandos. “Siguen tirando misiles”.
Le escribí para preguntarle cómo estaba cuando la noticia llegó y desde entonces chateamos cuando se puede. Ella está bien físicamente; de lo demás no hay garantía. Galia Sopher, una mexicana que era su vecina en su kibutz también logró salir a tiempo con su familia. “Estamos bien, estamos seguros”, me escribió. Después me confesó que el cuerpo está fuerte, pero el corazón roto.
Después del día que pasamos con ellas en el kibutz se creó un lazo que no se rompe con la distancia. Contamos sus historias y seguimos en contacto. Un saludo por allá y un gif por WhatsApp. Están en medio de la revuelta y el caos, y después de los ataques, con todo el cariño y paciencia me dicen: “si quieres entrevista ahorita te la damos, con gusto”.
Les dije que aún no. Hoy solo quería saber si están bien; lo demás puede esperar a mañana. Suspiraron agradecidas por el espacio.
Así también se construye el nuevo periodismo: con humanidad. Es más fácil buscar justificaciones que empatía.
Matar a inocentes es torcido. Matar a palestinos es espantoso. Matar a israelíes, también. Matar es jodido. Si no lo sientes así, tal vez algo haya muerto -o lo haya matado la política o las creencias- también en ti.