Los pasillos de los hospitales están vacíos en el área de covid. En cualquier otro momento, la soledad podría significar alivio, pero ahora da miedo. Solo se ve a los médicos y enfermeras pasar de un lado a otro vestidos como astronautas. Se oyen máquinas y jadeos. Es como si viviéramos una película de terror y en cada esquina podrían estar escondidos los monstruos, pero no; los llevamos dentro.
Los pacientes están aislados, solos y, si tienen suerte, conscientes. Los más graves, como ella, duermen intranquilos intentando respirar. La sedaron para que no se arranque los tubos ni se mueva; si se agita puede ser mortal. Nadie le sostiene la mano, ni le acaricia la cabeza, no hay voces familiares diciéndole que todo está bien ni murmullos de rezos en su oído. Los que la esperan afuera, lejos de ahí, desearían poder decirle cuánto la aman, que es libre de irse cuando quiera, recordarle cuánto la quieren y pedirle que acepte la voluntad de Dios: trascender o aferrarse.
El silencio solo se interrumpe con el pitido de los monitores y el esfuerzo del respirador.
La mamá de mi mejor amiga tiene más de dos semanas en el hospital. “Muy grave, con probabilidades de fallecer, inestable”, le dicen a los familiares. En su expediente hay una orden para una traqueotomía, detalles vagos de su salud, una lista de medicamentos y un escueto plan de tratamiento. Como ella, hay decenas más en ese centro médico mexicano y miles en el mundo.
Mientras su mente navega quién sabe dónde, perdida, sus pulmones luchan por no colapsarse… su familia está igual. Si bien les va, reciben una llamada al día con actualizaciones: “Sigue grave”. Es todo. Los fines de semana tienen que contener la ansiedad porque no hay comunicación oficial. “Si no hay noticias, son buenas noticias”, piensan; saben que cualquier cosa puede pasar. Viven pegadas al celular con el miedo de recibir esa llamada que tanto temen. Pero son admirables. Transforman la incertidumbre, el dolor, la inquietud y el agobio en plegarias. Un rezo por la mañana, una novena en la tarde y el rosario en la noche. “Dios, está en tus manos”.
Cuando sienten que las fuerzas les falla, se les aparece un ángel. Sí, en esos pasillos que huelen a desinfectante y se siente el frío, hay enfermeras con un corazón caliente. Ellas, que no tienen la obligación de nada, le hacen compañía a la paciente y le envían un mensaje de texto corto a la familia. “Ya la vio el doctor”; “todo sigue igual”; “la cambiaron de cuarto”; “está muy grave”; “mientras hay fe, hay esperanza”. Ellas son el respirador que mantiene viva la esperanza en las hijas.
Las enfermeras (y enfermeros) se han convertido en ángeles de la pandemia. Hace mucho más que sanar cuerpos. Su compasión es un bálsamo en los momentos más difíciles. Ellas, que lo han visto casi todo, no pierden su humanidad. No duermen, mal comen, están agotadas hasta el hartazgo, tienen miedo por ellas y los suyos, lo arriesgan todo por el amor al arte, ganan poco y trabajan de más, y aún así sonríen, consuelan, tranquilizan, se las ingenian para acercar a los pacientes a sus familias, sostienen manos en los últimos alientos y acompañan en soledad.
Ellas tienen lo que tanto con hace falta: empatía. Estamos en deuda eterna.