CHIMALTENANGO, GUATEMALA – Entré a Guatemala desde sus entrañas. Vi su corazón, su gente, sus latidos, su sangre, sus muertos, sus desaparecidos, sus sabores, sus flores y sus lluvias. Lo viví a través de la abuela o el migrante, los retornados y los niños, las familias y los comerciantes. Lo sentí con la intensidad de su tráfico y sus microclimas. Y me enamoré de una patria que se parece mucho a la mía, allá donde la tierra nos enraíza, pero la pobreza y la violencia nos escupe. Nos expulsa el gobierno.
Conocí a Carmen Cúmez en un pueblo cerca de Chimaltenango. Estaba parada junto a la carretera con su huipil bordado a mano y el corte de colores vibrantes desgastado por el uso. Traía un collar coqueto, el cabello recogido en coleta y unos pendientes de su pueblo. Sonreía con los labios y los ojos y eso le marcaba aún más las ondas arrugas en su piel morena. A su lado estaba su nieta, también simpática y de ojos muy brillantes. Vestía su traje típico, el cabello suelto y unas sandalias que parecieran ser todo terreno.
Las seguimos a la montaña. El cielo estaba nublado y nos caían sutiles gotas de agua. A un lado una siembra de elote y una vista al Rincón Grande. Del otro, San Juan de Comalapa y sus murales. Ella se plantó en el centro, frente a la fosa, junto a las tumbas y dándole la espalda al lugar donde violaron a tantas y mataron a más. Empezó a hablar pausada, se le notaba en las comisuras de los labios que intentaba contener una mueca de dolor; recordar cuesta, pero olvidar sale más caro. ¿Será que gritarlo obligue al pueblo a inmortalizar al conflicto armado en la memoria nacional?
“Adiós, Carmen, adiós para siempre… ¡y cuide a mis hijos!”, le gritó su esposo cuando se lo llevaron los del Ejército hace 39 años. Tiraron la puerta a patadas y lo sacaron a rastras. No era activista ni militar, era catequista, pero en ese tiempo los religiosos caían mal.
Lo buscó en los pueblos, en las morgues, los cementerios, clínicas e iglesias. Nada. Carmen estaba embarazada cuando Felipe fue secuestrado por los militares; la guerrilla no lo dejó conocer a su tercera hija.
Poco después, los soldados volvieron. A ella le pidieron que se tumbara en la cama. Se negó. Estaba recién parida y se sabía desde ya viuda por la guerra. Querían violarla. Les suplicó que no. Se zafó. Buscó, escarbó, rezó, peleó y nunca lo encontró. No se resigna a no saber si lo mataron y dónde lo tiraron. Tiene casi 40 años soñándolo. Felipe, ¿dónde estás, Felipe?, le pregunta en sueños. Él le responde que no busque en la sierra, que se vaya a los ríos. Y luego despierta. Vuelve a cavar y nada.
La guerrilla la obligó a salir de casa, migrar en su tierra, partir, sufrir, llorar y, de vez en cuando, reír en silencio.
“No migramos, nos escupe el gobierno, nos expulsan de la tierra que es nuestra, donde enterraron -sin decirnos dónde- a los que nos secuestraron y mataron”, piensa la abuela guatemalteca.
Hoy Carmen está parada en lo que fue un destacamento del Ejército durante el conflicto armado de Guatemala. En ese lugar han encontrado a más de 200 restos, muchos de ellos sin identificar. A un lado hay un monumento con más de mil nombres; allí está el de su Felipe. Lo vemos con ella cuando coge su tambor y se pone a tocar. Canta en kaqchikel y se le salen las lágrimas. A nosotros también. Estamos en un momento de duelo eterno, en ese lugar santo para ellos, en medio del Paisaje de la Memoria.