SONORA – Recuerdo la última vez que levanté a San Francisco. Fue a principios de marzo de 2020, justo una semana antes de que declararan la pandemia y cerraran la frontera. Iba llegando a Sonora después de un viaje a la Ciudad de México y tenía una gripe que no me dejaba en paz; de la Basílica me fui a la Capilla.
La visita (aunque sea de doctor) es una tradición -casi obligación- en mi tierra. San Francisco es el santo al que le reza hasta el más incrédulo. Es -dicen- generoso, pero cobrón; es el cómplice de aventuras y dolores, y es, en gran medida, una de las figuras más importantes de este árido desierto.
Llegué a la capilla como lo hago siempre que voy a mi pueblo, después de la visita obligada al cementerio y antes del coctel de elote, la limonada o el raspado en la plaza. Una parada muy rápida, solo lo suficiente para tocarle las manos, pedir un favor y agradecer otro y después el momento de la verdad.
En Magdalena de Kino, Sonora, se cree que los pecados pesan. Aquel que los ha acumulado no puede levantar al santo; los que tienen la conciencia tranquila, lo hacen con un dedo. No sé si sea cierto. Nunca he batallado y, bueno, no siempre he estado en paz. Aun así, siento alivio cada vez que lo elevo.
Pero ha pasado mucho. La capilla cerró por la pandemia y la violencia. Yo también he ido de paso. Pero en este viaje a Sonora volví a encontrar el rostro de la fe.
De Nogales a Magdalena la carretera está llena de personas que pagan manda. Recorren kilómetro tras kilómetro para estar de rodillas frente al santo. Lo hacen por lo que ya concedió o lo que le piden con urgencia que haga, para celebrar su fiesta como cada 4 de octubre. La tradición no ha muerto y, a pesar de las crisis de fe, la devoción no cede ante la indiferencia. Los veo caminar y me imagino sus historias: el sufrimiento, la necesidad o el agradecimiento. Se destrozan los pies, las rodillas y el alma en busca de una bendición… solo su sacrificio sabe el peso de su clamor. Los pasos son su plegaria, y la jornada, su cruz.
Cuando llegan al pueblo ya no los reciben las fiestas. No hay puestos ni bandas ni cantinas ni nada. Tampoco hay cientos de veladoras alumbrando el camino. Solo hay el barullo local minimizado por el cubrebocas. De vez en cuando una serenata de un grupo musical, así, muy esporádico y lejano. Las celebraciones no son las de antes, quizá no lo vuelvan a ser.
Ahora San Francisco salen por aquellos que no lo pueden ir a ver. En caravana, en lo que muchos llaman una procesión de fe, sale a dar la vuelta por el pueblo. Los creyentes lo ven de lejos, lo saludan con euforia y le rezan quedito. ¿Qué hubiera sido de ellos en esta pandemia sin fe?, piensan.
Todo luce tan distinto. No puedo evitar sentir nostalgia. Las tradicionales de octubre comenzaban en mi casa y terminaban en la de mi abuela. Recuerdo a mi mamá quejarse de la basura, el ruido, a veces la inseguridad y la invasión de camiones en las pequeñas calles empedradas de la ciudad. Pero nosotros, los niños que ya crecimos, lo amábamos.
Nos criamos oyendo a los cobijeros, con el olor a churros recién hechos, con las danzas de los yaquis y los Tohono O’odham y con las serenatas con bandas que retumbaban en las ventanas de mi casa.
Celebrábamos al santo a veces por tradición y otras por devoción.
OTROS ARTÍCULOS:
–Historias de inmigrantes: siempre seremos mexicanos
–Los antivacunas, los extremistas, los lunáticos, son una minoría