Ana está embarazada. Tenía años intentando concebir y pensó que ya no podría ser mamá de nuevo. Estaba resignada y había puesto su fertilidad en las manos de Dios. Tiene la parejita, un niño de 12 años y una niña de 7; lo que venga ahora la hará feliz. “Dios nos concedió nuestro anhelo y lo que sea que nos regale será una bendición”, piensa. El bebé en camino le devuelve la esperanza, le reaviva el amor y le dan ganas de sanar. Ya ha sufrido mucho.
Conocí a Ana y su familia hace un par de años en su casa en Tennessee, Estados Unidos. Viven en Selme, una ciudad pequeña en la que casi no hay latinos, pocos hablan español, no hay supermercados hispanos y apenas llega la señal del celular. Recuerdo su casa móvil pequeña, pero impecable. Entonces no tenían muchas fotografías ni adornos, nada que los atara a ella; ahora se siente más como un hogar.
En la sala improvisamos un pequeño estudio de grabación. Hablamos de su recorrido desde Guatemala hasta la Unión Americana. Su esposo cruzó primero la frontera con su hijo mayor, que entonces apenas tenía 9 años. Los separaron. Al papá lo dejaron en Arizona y al niño lo mandaron a Nueva York. Les dijeron que jamás se volverían a ver, que ese era el precio que tendrían que pagar por cruzar la frontera y los humillaron. Pero se reencontraron, a pesar de todo; aunque ya no eran los mismos.
Esa era la primera vez que hablaban del trauma de la separación familiar. Había mucho dolor en sus voces, en sus rostros, en sus manos que se frotaban y en esos abrazos apretados que se daban como familia. Yo lloré en silencio. Podía sentir el miedo, la impotencia, la rabia y el trauma, pero también el amor puro que se asoma de las rendijas humanas cuando estamos rotos.
Su historia me caló. No sabía dónde poner todo lo que sentía y los desfogue en letras con un par de editoriales, el reportaje para Channel 4 y una conferencia de periodismo de migraciones. Su recuerdo no me abandonó y yo tampoco los dejé ir.
Ahora somos amigos en Facebook, nos mensajeamos y charlamos. Los busco de cuando en cuando para saber cómo están, los he entrevistado varias veces a través de los años con la esperanza de poder contar su historia a mi manera, con los contrastes y la complejidad que implica migrar. Sabía que sería un proyecto de largo aliento y me armé de paciencia.
Para mí es muy importante escribir de lo que pasa el día después del cruce, lo que se vive luego de la separación, lo que les preocupa al mes, a los seis meses… hoy a los casi tres años. No, el calvario del asilo no se acaba al pisar territorio estadounidense. La hace como que no los ve, pero yo sí y quiero obligar a todos a mirar, a que sepan que están aquí, a generar un cambio; al fin y al cabo, eso es el periodismo: un servicio, una búsqueda, un motor.
Lo logré. Esta semana publiqué mi primer reportaje de más de tres mil palabras en inglés y lo hice con la historia de Ana y su familia. Ahora en la revista “The Nation” está mi firma contando su calvario y su cada vez más desafiante realidad… es un reportaje de resiliencia. Ana sana a través de procrear y yo de escribir. No somos tan distintas.
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