ARIZONA – Arde lavarse la cara después de tantas lágrimas; es la rabia, el calor o el gas lacrimógeno el que enrojece las mejillas y se cuela por el ceño y los párpados. Uno llora por la impotencia, por el miedo y por reacción. La adrenalina de las protestas no mitiga el dolor; la frustración aviva el fuego que se siente en los ojos, la piel, los labios y hasta el corazón.
No bastan las rodillas al suelo. No espantan las sirenas encendidas ni el toque de queda. Los uniformes ya no se imponen; ¡qué dificil es respetar una placa! Tampoco aturden los gritos. Nos ponemos sordos cuando nos duele algo. Nada nos consuela. Nada creemos. Sentimos todo, de más. Exaltamos los extremos. ¿Qué es el bien? ¿Dónde empieza el mal? ¡Al diablo la fina línea que los separa!
Luego, irónicamente, nos ofende todo; lo que hacemos y lo que no, lo que somos y lo que jamás seremos… lo que otros se han atrevido a ser. Y luego hacemos.
Expulsamos las culpas de la conciencia en pancartas o en manifestaciones masivas; quizá con ventanas rotas y autos incendiados. ¿Demasiado? Algunos solo encuentran la paz combatiendo la violencia con violencia. Los condenamos a sabiendas de que nos dolería vernos en el mismo espejo. Nos (me) confundimos y no sabemos qué sentir, ¡qué ganas de romperlo todo y a la vez no quebrar un cristal! ¡Qué jodido es creernos inocentes y a la vez sabernos culpables! Todos tenemos cruces en la conciencia y algunos hasta les contruimos altar.
Pienso en George Floyd y en los otras tantas víctimas de las injusticias, que no tienen ni tumbas ni cruces ni funerales. Pienso en los niños enjaulados. Pienso en las madres migrantes torturadas. Pienso José de Jesús. Pienso en las risas sarcáticas del privilegio blanco. Pienso en Envin. Pienso en una melena rubia despeinada al aire. Pienso en los que han sido asesinados, detenidos, deportados, abusados, pisoteados en silencio. Pienso en blanco y negro y la eterna escala de pieles café en medio. Pienso en los míos y no sé qué es lo que me da más miedo.
Si me los hubieran matado, lo incendiaría todo. Si me los hubieran asfixiado, no me callarían ni muerta. Si me los hubieran asesinado, no tendría la mesura de marchar en silencio. Si me los hubieran arrancado, no tendría paz. Si me los hubieran dejado… tampoco.
Si me los hubieran… -hubieran, siempre hubieran-… quizá moriría con ellos.
Si me los hubieran… no sabría sufrir a medias.
Si me los hubieran…
Duele mucho pensar.
Y vuelvo a las protestas. Me escudo (¿escondo?) en la cámara y disparo. Atrapo historias con ojos enrojecidos por la rabia, el calor o el gas lacrimógeno. Veo a los que sufren y a los que fingen hacerlo. Observo a los que han sufrido o a los que protestan con una empatía forzada por el privilegio. Capto a los que les pesa el uniforme, a los que lo portan con orgullo y a los que se jactan de su placa. Retrato familias. Fotografío unidad y desesperación. Documento la impotencia. También reconozco a los títeres del poder, los parásitos de la causa y los incitadores de una revolución planeada. Los hay de todo. Pienso en sus hubiera y vuelvo machacar el obturador.
El gas se irá después y el cuerpo sanará, pero seguiremos el fuego que se siente en los ojos, la piel, los labios y hasta el corazón; para eso no sirve el agua, si la conciencia no está lista para ser lavada.