ARIZONA- Estudié en una universidad de paga donde la Licenciatura en Ciencias de la Comunicación era la carrera “mientras me caso”. Muchos de mis compañeros no tenían que preocuparse por su futuro, ya eran hijos, sobrinos, parientes o ahijados de alguien pudiente, empresario o directivo. Yo no. Yo era la foránea becada y el único lujo que me podía dar era el de ser rara.
Para mí, la escuela no era un pasatiempo, era mi trampolín a una oficina con ventanales grandes en un rascacielos de una ciudad cosmopólita; así me lo imaginaba mientras pedía raites, perseguía el camión y sacaba copias de los libros que no me podía costear. Mientras todos fantaseaban con ser los publirrelacionistas del año o los directivos de comunicación de grandes compañías, yo jugaba con mi Pentax y vivía gastando rollos en la calle.
Historias de mi comunidad
Fui de las pocas masoquistas que en la universidad escogía andar en un ruletero reportando historias de la comunidad con el calorón de mediodía en el desierto sonorense. Entrevistaba artistas, escuchaba quejas de baches y me memorizaba las promesas de campaña que los políticos reciclan una y otra vez en periodos electorales.
Hubo días que dudé de si yo podría encajar con ese periodismo que nos enseñaban en la universidad privada: el de maquillaje de salón, pestaña postiza y pelo rubio platinado bien planchado frente a la cámara. Nunca aprendí a dejar historias a la mitad, mover la cabeza fingiendo atención o solo transcribir palabras de una grabadora que algunos utilizan como si tuviera vida; no soy así. Nunca he podido apasionarme menos. Soy una soñadora idealista que piensa que las historias son vidas que se transforman en tinta.
Intenté conformarme, querer lo que los demás, buscar un trabajo estable, con horario de 9:00 a 5:00 de lunes a sábado y dejar el periodismo de lado; no pude ¡y qué bueno!
Soy pueblo, soy calle, soy familia: Stanford
Yo soy pueblo. Yo soy calle. Yo soy familia. Yo soy pluma. Yo soy parlante. Yo soy todo lo que me dijeron que no debía ser. Yo soy y seré rara. Y eso es lo que hoy me lleva becada a Stanford.
Hemos idealizado el periodismo elitista lleno de lujos y comodidades, de audiencias masivas y declaraciones cortas, sin darnos cuenta que el corazón de la información está en nuestro barrio, en las juntas vecinales, en el café con la comadre, en las reuniones escolares, en las marchas, en las redes… en lo cotidiano. Sí, mi comunidad es mi semillero de historias y mi fuente de inspiración. Y se vale, es más, lo vale todo.
Me gané una de las becas más importantes de periodismo en Estados Unidos con un proyecto comunitario cuya magia es su simplicidad, el diálogo, la cercanía, la empatía y la solidaridad. No tenemos millones de seguidores ni reflectores, pero estamos moviendo el barco, juntos, demostrando que el periodismo tradicional no es siempre el que nos lleva a puerto. No tenemos lujos ni presupuesto, pero tenemos gente, talento, ganas, pasión e intensidad… y eso también lo vale todo.
Hoy me voy virtualmente a Stanford de becada a vivir un sueño que no sabía que tenía pero había querido toda la vida; me llevo a mi pueblo, mi acento, mis nervios, mi calle, mis ganas de una oficina con ventanas, mis premios, mi instinto y mis miedos. Me llevo a mi gente.
A veces no encajar es lo mejor que le puede pasar a uno.