La mañana del lunes marchaba bien. Mis amigas ya me habían enviado sus mensajes motivacionales de todos los días por WhatsApp, mi mamá sus buenos días con brillitos y alcancé a un par de mensajes de trabajo desde la aplicación instalada en mi computador portátil antes de la segunda taza de café. Nada raro, quizá esta era la paz antes de la tormenta.
A las 8:58 terminé de ponerle emojis al resumen de noticias que mando todos los días por WhatsApp a través de Conecta Arizona. Le puse enviar y ¡nada! Lo volví a intentar. Lo mismo. Apagué el teléfono y lo prendí; reinicié el ordenador. Cuando tuve problemas para acceder a Facebook, culpé al Internet. Ya era tarde y pocas cosas me molestan más que la impuntualidad, el “Ponte al Día” de Conecta Arizona tiene que publicarse a las 9:00 de la mañana. Y después de un año y medio, por primera vez eso no pasó.
Me fui a Twitter como otros muchos millones de usuarios en todo el mundo. El apagón ya era tendencia. Al principio lo gocé. Me puse al día con artículos que tenía que entregar, limpié la cocina, tomé una ducha larga, doblé la ropa limpia que se había amontonado en el canasto, me serví la tercera taza de café y disfruté el silencio físico y cibernético. Pensé lo mucho que puede rendir el tiempo cuando uno no está pegado a la pantalla del celular buscando y dando me gusta.
No pasó mucho tiempo entre la euforia y la ansiedad. Me sentía incomunicada. Sin Facebook e Instagram sobrevivo, pero WhatsApp es parte de mi canasta básica. No soy la única.
Para nosotros los migrantes, WhatsApp es más que una aplicación de mensajería gratuita; es parte de nuestra forma de vida. Basta un mensaje para iniciar una conversación o un romance, para informarnos o discutir, para recibir consuelo o responder a una emergencia. Los hacemos como algo natural, chateamos por instinto. Si se cae es como si nos cortaran ese cordón umbilical que nos tiene conectados con nuestras tierras, por donde se cuelan las raíces, los sueños y los recuerdos.
Explicarle este sentir a un anglosajón es complicado. WhatsApp no tiene el mismo alcance en las poblaciones que no son de color o migrantes. Para los blancos, un mensaje de texto o una llamada telefónica solucionan todo. Para nosotros, los que vamos colgándonos de red en red, la mensajería lo sustituye casi todo: el servicio al cliente de una aerolínea, el abrazo cariñoso de un amigo, la lectura de resultados de una prueba covid, la confirmación de una cita médica, una venta, un saludo, un pésame, una actualización del estado de salud de un ser querido, un vistazo rápido a la frontera… en fin, para nosotros no fue solo una “pequeña molestia por el servicio interrumpido”; fue un apagón con nuestra tierra.
A través de WhatsApp se han organizado luchas sociales y movimientos que rompen con las protestas tradicionales; se han lanzado también –por qué no decirlo- intensas campañas de desinformación y conspiración; se han salvado y perdido vidas en la frontera; se han creado servicios de noticias, como Conecta Arizona, que construye puentes humanos entre naciones… y mucho más.
WhatsApp para muchos es el cordón umbilical con la tierra, la guía de supervivencia, la rebelión contra el gobierno, la cercanía con la familia, el mapa a un sueño, la compañía de una charla y el salvavidas de un meme. Hay que vivirlo para entenderlo.
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