-Miren la vaina que nos hemos buscado
solía decir entonces el coronel Aureliano Buendía-,
no mas por invitar un gringo a comer guineo.
—Gabriel García Márquez, en Cien años de soledad
Si en algo son expertas algunas compañías multinacionales cuando se descubren sus fechorías es en tratar de limpiar su imagen por medio de cambiar sus nombres desprestigiados. Es una manera de esconderse y reinventarse, aunque a menudo sigan con las mismas prácticas que crearon su mala fama. Esto es exactamente lo que ha pasado con Chiquita Brands, el gigante bananero que hace pocas semanas fue hallado culpable de financiar entre 1997 y 2004 a las Autodefensas Unidas de Colombia, un grupo terrorista de ultraderecha responsable de miles de masacres en ese país. Como es sabido por muchos, el nombre original de Chiquita Brands era United Fruit Company (UFC), mejor conocida en América Latina como La Frutera, la empresa comercial estadounidense que representa más que ninguna otra la historia de saqueo, explotación e intervencionismo de los Estados Unidos en la región por más de cien años.
La UFC, también conocida como el Pulpo, por sus enormes y poderosos tentáculos económicos, políticos y militares, inició la explotación del banano en 1899 como resultado de una fusión entre la Boston Fruit Company y las empresas comercializadoras de banano del norteamericano Minor C. Keith. La compañía concentró su negocio predominantemente en países de Centroamérica, el Caribe y en regiones costeras del norte de Colombia y del Ecuador con clima tropical. Aunque en aquella época el banano no formaba parte de la dieta tradicional de Estados Unidos ni de Europa, la Frutera emprendió una agresiva campaña publicitaria sobre las virtudes nutritivas del banano y a comienzos del siglo XX había logrado entrar masivamente en estos mercados hasta convertirse en el modelo del capitalismo explotador y extractivista más grande del mundo.
Algunos podrían elogiar este impulso empresarial porque, al fin y al cabo, en la visión occidental del progreso, son las ideas y el emprendimiento de grandes proyectos los que permiten el desarrollo y el avance de los pueblos. Pero, como resulta obvio no es el caso cuando se trata de la funesta historia de las bananeras, como está amplísimamente documentado en libros, ensayos, documentales, y sobre todo en la experiencia de millones de personas de estos países que han sido y siguen siendo víctimas directas de empresas como la Frutera.
Entre los numerosos libros escritos en español e inglés sobre la historia y los tejemanejes de la UFC, el clásico que destaca por la contundencia de sus señalamientos es Las venas abiertas de América Latina, del escritor uruguayo Eduardo Galeano, publicado en 1971. En uno de los pasajes que dedica a la United Fruit Company, dice: “Desde principios de siglo aparecieron también en Honduras, Guatemala y Costa Rica, los enclaves bananeros. Para trasladar el café a los puertos habían nacido ya algunas líneas de ferrocarril financiadas por el capital nacional. Las empresas norteamericanas se apoderaron de esos ferrocarriles y crearon otros, exclusivamente para el transporte del banano desde sus plantaciones, al tiempo que implantaban el monopolio de los servicios de luz eléctrica, correos, telégrafos, teléfonos y, servicio público no menos importante, también el monopolio de la política […]. La United Fruit Co. deglutió a sus competidores en la producción y venta de bananas, se transformó en la principal latifundista de Centroamérica; y sus filiales acapararon el transporte ferroviario y marítimo; se hizo dueña de los puertos, y dispuso de aduana y policía propias. El dólar se convirtió, de hecho, en la moneda nacional centroamericana”.
En Las venas abiertas, Galeano hace un breve relato sobre el episodio conocido como La masacre de las bananeras, ocurrido en Colombia en 1928, y del cual dan cuenta también, entre otros, García Márquez en Cien años de soledad y Álvaro Cepeda Zamudio en La casa verde. Dice Galeano: “El Corán menciona al plátano entre los árboles del paraíso, pero la bananización de Guatemala, Honduras, Costa Rica, Panamá, Colombia y Ecuador permite sospechar que se trata de un árbol del infierno. En Colombia, la United Fruit se había hecho dueña del mayor latifundio del país cuando estalló, en 1928, una gran huelga en la costa atlántica. Los obreros bananeros fueron aniquilados a balazos, frente a una estación de ferrocarril. Un decreto oficial había sido dictado: «Los hombres de la fuerza pública quedan facultados para castigar por las armas…» y después no hubo necesidad de dictar ningún decreto para borrar la matanza de la memoria oficial del país” (1). El número de obreros muertos es desconocido, pero se cifra en alrededor de mil, o “más de tres mil”, según dice Cien años de soledad.
La estela de conflictos dejada por la United Fruit y continuada ahora por su heredera Chiquita Brands, no puede ser más trágica. Entre ellos, la intervención de la CIA para dar un golpe de estado en Guatemala en 1954 y derrocar al presidente Jacobo Árbenz quien trataba de adelantar una reforma agraria que afectaba los intereses de la United Fruit. En su lugar se instaló la sangrienta dictadura militar encabezada por el coronel Carlos Castillo Armas.
El descontento de los obreros y de la población centroamericana contra las élites locales y compañías extranjeras como la UFC creció aún más en las décadas siguientes. Peter Chapman, periodista de The Financial Times, en su libro Bananas. How the United Fruit Company Shaped the World, indica que “para trazar el legado de la compañía tienes que ir en particular a Centroamérica. Cientos de miles de personas murieron en las guerras de los 80s y cerca de un millón perdieron sus casas. Esto causó un gran incremento en el número de inmigrantes ilegales [sic] a los EE. UU. y contribuyó a aumentar los problemas sociales entre las comunidades más pobres de ciudades como Los Ángeles”.
El periodista argumenta que los problemas de Centroamérica no son solo la culpa de La Frutera. También lo son los políticos y gobernantes que se han prestado al juego de la corrupción de los empresarios privados y gobiernos de turno de los Estados Unidos. Chapman comenta que “la compañía hizo muy poco para animar a las fuerzas moderadas y democráticas”. Por el contrario, “persistentemente las subvirtió para crear una atmósfera en la que imperaban los regímenes militares y sus escuadrones de la muerte devastaban las calles” (2). Más de un millón cien mil centroamericanos terminaron emigrando forzosamente a los Estados Unidos, el país que en buena parte era responsable de los desastres de la región.
Muchos de ellos se establecieron en los barrios marginados de Los Ángeles, donde los niños y jóvenes recién emigrados no recibieron atención del gobierno, ni oportunidades de educación ni estabilidad socioeconómica. Eventualmente se vieron forzados a crear pandillas para enfrentarse a otros jóvenes pandilleros de origen mexicano, afroestadounidense y de países centroamericanos, igualmente marginados. De allí surge la Mara Salvatrucha en la década de los 80 que se convierte en una de las pandillas con más miembros en la ciudad. En los 90, el presidente Clinton inició una campaña anti-inmigrante, que incluyó la deportación de miles de jóvenes de la Mara Salvatrucha mayormente a El Salvador, Guatemala y Honduras. Se calcula que al menos 20 mil de estos jóvenes pandilleros habían sido deportados hacia 2004.
Las deportaciones continuaron hasta el 2018. Desadaptados, y muchos de ellos sin siquiera hablar español, estos jóvenes delincuentes tuvieron que reiniciar sus vidas en países cuyos gobiernos no estaban preparados para esta enorme masa de deportados cuando apenas estaban recuperándose de la tragedia de la guerra civil. Las Maras y otras pandillas se convirtieron en un enorme problema delictivo en países centroamericanos y sobre todo en El Salvador, donde actualmente enfrentan un masivo encarcelamiento en las megaprisiones creadas por el gobierno de Bukele.
El programa de encarcelamiento de las pandillas en El Salvador es aplaudido por muchos y criticado por aquellos que conocen la historia y saben que la represión y el encarcelamiento no es toda la respuesta para jóvenes que esencialmente son víctimas de una historia de saqueo y explotación, desplazamiento, migración forzada y deportación. Tendría que ver también con programas de rehabilitación, reparación y reinserción social, por más difícil que parezca esta tarea. No les alcanzaría a la UFC/Chiquita Brands, ni a otras compañías transnacionales agrícolas como Monsanto (ahora parte de Bayer) y Dole, todo el dinero que han acumulado para reparar el grandioso daño infligido a los países donde han aterrizado sus actividades.
No cabe duda que los Estados Unidos y Europa han visto desde siempre a América Latina como una región abierta para la explotación de sus recursos tanto humanos como naturales, con una mirada prepotente que concibe a estos países como inferiores racionalmente y sus tierras como carentes de uso adecuado o inútiles, y de ese modo listas para su explotación “civilizadora”. Este engranaje ideológico supremacista adquirió una forma concreta en la Doctrina Monroe de 1823, en la que Estados Unidos advierte a Europa para que no intervenir más en América Latina. En adelante estaría bajo su tutelaje, como en efecto ha ocurrido hasta ahora, convirtiendo la región en el enorme patio trasero de los Estados Unidos.
Pero es claro que los EE. UU. no aprende ni le interesa analizar las consecuencias de sus acciones sobre los pueblos en los que interviene. Por el contrario, sigue con sus mismas prácticas. Quizá la muestra más reciente y alertadora son las declaraciones de la general Laura Richardson, jefa del Comando Sur de Estados Unidos, quien en enero de 2023, sin el más mínimo rubor, como ya es costumbre, indicó que América Latina es importante para los EE. UU. por “todos sus ricos recursos y elementos de tierras raras; tienes el triángulo de litio, que hoy en día es necesario para la tecnología. El 60% del litio del mundo está en el triángulo de litio: Argentina, Bolivia, Chile”.
Richardson ahondó en detalles, recordando que en América Latina están las mayores reservas de petróleo del mundo, incluyendo el cobre y el oro, sin olvidar, claro, la importancia del Amazonas, donde “tenemos [así, en primera persona del plural] el 31% del agua dulce del mundo”, y enfatizando que a Estados Unidos le queda mucho por hacer en esta zona. Remató diciendo que todo esto “tiene mucho que ver con la seguridad nacional y tenemos que empezar nuestro juego” (3). Entre tanto, la militar, entró en conversaciones en abril de este año con el presidente Milei de Argentina, para establecer una base naval militar conjunta en la Patagonia del país austral.
Como lo dijo también Galeano en Las venas abiertas, “Por el camino hasta perdimos el derecho de llamarnos americanos, aunque los haitianos y los cubanos ya habían asomado a la historia, como pueblos nuevos, un siglo antes que los peregrinos del Mayflower se establecieran en las costas de Plymouth. Ahora América es, para el mundo, nada más que los Estados Unidos: nosotros habitamos, a lo sumo, una sub América, una América de segunda clase, de nebulosa identificación”. Tenía razón el coronel Aureliano Buendía cuando apuntó que mucho de esto se debe a que un día invitamos a un gringo a comer guineo.
Fuentes citadas:
1) Las venas abiertas de América Latina, por Eduardo Galeano. Siglo XXI editores, 2023.
2) Bananas. How the United Fruit Company Shaped the World, por Peter Chapman. Canongate, NY, 2007.
3) “Jefa del Comando Sur de EE. UU. aclara qué busca su país en Latinoamérica”. RT. 21 ene 2023.
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