ARIZONA – Ojalá los presidentes nos voltearan a ver con la misma mirada seductora del ayer, de “cuando andábamos quedando”, cuando sus ganas de dominarnos eran propocionales a su esfuerzo por ganarse el voto y cuando su ambición se disfrazaba de promesas de campaña que sonaban a pactos eternos de amor. Ojalá tuvieran miedo de perdernos y se levantaran en las noches con zozobra por la angustia de dejarnos ir. Pero no. Ya amarraron, ¿ya nos jodimos?
Pasamos de la conquista a la relación tóxica y nos saltamos la luna de miel. Discutimos en monólogos interminables, dejamos de ser, nos faltamos al respeto, nos criticamos, nos estancamos, nos reconciliamos por ratos, no nos escuchamos, nos avergonzamos, nos aventamos culpas y nos señalamos todo el tiempo. ¿Por qué es tan dificil quererte? ¡Ya no te creo! Siempre es la misma: Ahora sí que eres tú y no yo. ¡Me desesperas!
No preguntamos si alguna vez nos quiso, así, de verdad, como nos dijeron los cuentos que nos amaría… o esas leyendas de reyes sensatos. ¿Será que alguna vez le importamos de verdad?
No lo sé.
Es tan exhaustivo y tan refrescante cambiar de presidente cada cuatro o seis años. Si no fuera porque todos nos rompen el corazón, el bolsillo y, a veces, hasta la familia. ¿Pasará lo mismo con este? ¿Se quedará otros cuatro años? ¿Sobreviviremos a nuestros (sus) demonios?
La pandemia ha sido la prueba de fuego para nuestra relación. Creo que nos urge separarnos por “diferencias irreconciliables”. En realidad nunca nos hemos entendido, lo he sabido siempre en silencio. Pero hoy, en esta “y” de la vida se avanza sin dar reversa. No hay que voltear atrás, allá está la misma piedra con la que nos tropezamos.
El presidente actual, que no es mío y no sé si sea tuyo, está blindado de indiferencia: no se dobla, no reconsidera y no porta cubrebocas. Se burla, se jacta del dolor ajeno, manipula la información, viaja con descaro, se impone, se venga, se empecina y se sale con la suya. No disimula ni finge compasión y no disfraza su egoísmo. El que tenemos aquí (donde sea que leas esto) no es el único.
Y no hay vuelta atrás. No hay terapia que pueda salvar el divorcio inminente entre el pueblo y el gobierno. No podría haber reconciliación. No, ya no hay esperanza de que cambie; siempre empeora. Tampoco hay miedo porque se vaya, porque también descubrimos que tan poco le preocupamos.
No se perdona ni se olvida el sacrificio de los más vulnerables, las muertes, la corrupción, las pandemias mal manejadas, las fronteras cerradas, la economía sangrante, los soñadores atacados, los feminicidios al alza, los asesinatos de los afroamericanos, la pobreza extrema ni el dolor de una separación familiar. Tampoco se perdonan ni se olvidan los excesos de unos cuantos, su derroche de poder y de ignorancia, su racismo sistemático, sus ganas de salvarse a costa de… solo para vivir y contarla y presumir qué bien les fue.
¿Cuánto le importas a tu presidente? Piénsalo bien.