No recuerdo cuando vi por primera vez aquel cuadro de Van Gogh; pero de lo que sí me acuerdo es que automáticamente pensé en mi pueblo. El cuadro representaba una casa o un granero con un techo de paja en punta. De la puerta salía una mujer y detrás de aquel oscuro edificio que ocupaba toda la superficie de la imagen, ardía un lejano atardecer. Era en un cielo barroso donde sobresalía, como única luminosidad crepuscular, la franja sucia de una nube rosa. Y había sido justamente esa nube la que me había hecho pensar en mi pueblo; en caminatas interminables por los barrios del este, y una tarde precisa en que vi o creí ver un paisaje parecido desde el auto de mi abuelo, que tenía cortadero de ladrillos cerca de los Van Cauteren.
Pero volviendo a la reproducción de aquella pintura, debo haberla visto en Córdoba, en la casa de un amigo cuyo hermano era pintor. O tal vez en la facultad de Bellas Artes. Lo cierto es que durante unos segundos, tuve la sensación de caminar otra vez por los suburbios de mi pueblo, al que hacía años que no volvía. Y, efectivamente, ¿qué estaba haciendo en Córdoba? Hacía un par de años que había dejado la facultad y nada me ataba a la ciudad. Ni un trabajo fijo, ni un proyecto de vida y mucho menos una novia. Vivía en la piesucha de una pensión al fondo de patio, y ahí me podía pasar dos o tres días sin salir a la calle y sin hablar con nadie, leyendo libros o dibujando. Quería escribir y también quería pintar. Y hacía las dos cosas de manera tan suicida como atolondrada. Podía estar ocho horas seguidas intentando un cuento en la máquina de escribir, o quedarme con las manos en jarra dos días seguidos, observando con una paciencia que me era absolutamente ajena cómo las arañas caminaban como manchas de tinta por el techo de cal. Entonces llegaba el fin de semana y me acordaba que debía trabajar para ganarme el pan del ocio, haciendo interminables horas en un kiosko frente a una cuartetería.
El horario nocturno me permitía leer también y, sobre todo, soñar; mirando la misma fachada derruida del “Tropican Club”, desde que se prendían sus luces de neón hasta que se disolvían en la luz gris de la mañana. Luego se apagaban y una chica baldeaba las pringosas veredas anunciando el nuevo día. Entonces llegaba el dueño del kiosko y yo, que estaba sin dormir, le pedía que me dejara ir a comprar las mercaderías. Era una hora de puro insomnio casi alucinógena; una hora en que el aroma del café en los bares del mercado o las voces que ganan en volumen encienden la realidad; como si el mundo entero volviera a configurarse. Y los que barren las veredas y los que salen de los bailables se cruzan en la misma calle fantástica e irreal; como una película mal hecha. Y acaso a eso se reducía la ciudad y el mundo entero. Yo era (yo seguiría siendo toda mi vida) un extra, un muchacho de pueblo. Y en el pueblo la realidad no era de ese modo. No existía esa contradicción asesina entre la luz del ocaso y las siluetas que salían de las panaderías; ni tampoco entre el crudo olor de las carnicerías de invierno y las estufas a querosén ardiendo en los zaguanes; entre la sirena lejana de un tren que se aleja y las últimas calandrias clausurando el día. Y entonces, en esas mañanas en que salía del trabajo aturdido por bocinazos y los semáforos, debo de haber pensado fugazmente en aquel cuadro de Van Gogh.
Poco tiempo después tuve una novia. Estudiaba arquitectura y un día me dio una noticia que me alegró la vida gris que llevaba. Me dijo “ya que te gusta tanto la pintura, podés ir a la biblioteca de la facultad a ver libros de arte, porque había un montón”. Y entonces en algún invierno del noventa y cuatro o del noventa y cinco, fui por primera vez. Aún me veo cruzando toda la ciudad a pie para leer esos libros de arte. La bibliotecaria, mujer con cara de divorciada o de “mal amada”, siempre me pedía la libreta. Yo se la daba pero le decía que estaba vencida, que ya no estudiaba más, que sólo quería mirar pinturas. Y me dejaba pasar poniendo una cara que quería decir “viene cada tarado, que una mancha más no le hace nada al tigre”. Y entonces me habilitaba la entrada y yo iba al sector “puntura” y me sumergía en la vida de los impresionistas, en láminas de Cezanne y Monet, Pisarro y Gauguin y, por cierto, de Vincent Van Gogh, que era mi héroe. Hasta que afuera, el atardecer ponía una luz rojiza a las fachadas de avenida Vélez Sársfield y la mujer divorciada decía “en cinco minutos cerramos”. Y yo pensaba, entonces, en Arles o en Neunen, en París y en la Polinesia, pero sobre todo en el modo en que amanecía frente al kiosko. Y que esos dos fenómenos, el amanecer y el atardecer, eran tan parecidos y a la vez tan distintos como la belleza de una paradoja. Incluso cuando el sol estaba a idéntica altura y como, en el efecto Doppler, uno podía darse cuenta si un tren se alejaba o se acercaba de un observador equidistante. La música del hola y del adiós tan similar y tan distinta, la luz de la llegada y la luz de la partida tan brillante y tan oscura. El lenguaje de quienes llegan y el lenguaje de quienes se despiden, tan elocuente como un “para siempre”. Y era fácil darse cuenta, por esos días, cuál de los dos idiomas le hablaba sin intermediarios a mi herido corazón.
Fue una tarde (me acuerdo) en esa biblioteca, cuando hojeando un libro en inglés sobre Van Gogh di por segunda vez con aquel cuadro. Se llamaba “The cottage” y había sido pintado durante su período holandés en Neunen; el más oscuro y menos conocido de su vida y del cual ninguna lámina cuelga en consultorio alguno. Si todavía me acuerdo del título, es porque en esos días había leído aquel extraño cuento de Poe (mi otro héroe) que se llamaba “La finca de Landor” y en inglés era “Landor´s cottage”. Y establecí un extraño parentesco de claroscuros entre esas dos melancolías. Pero sobre todas las cosas, sentí que la luz de mi pueblo volvía a iluminar mis ojos.
Hoy, veinticinco años después vuelvo a caminar por los campos de Ballesteros. Vamos con mi perro por el cortadero de los Van Cauteren donde alguna vez fui con mi abuelo. Y pienso que, aunque eran belgas, los Van Cauteren tenían el mismo origen flamenco que Vincent. Y entonces, mientras pienso en esa extraña coincidencia, la veo. En uno de los ranchos alrededor del cortadero. Una mujer sale de su casa, tira un balde de agua en la tierra y yo cierro los ojos. Y entonces me acuerdo de aquel cuadro y pienso: “The cottage”. Pero a mi memoria no viene aquella lámina de Van Gogh sino aquella vez en la facultad de arquitectura y la luz del ocaso contra los edificios de avenida Vélez Sársfield, aquel preciso instante en que cerré el libro de los impresionistas y pensé en mi pueblo. Y quizás, sin saberlo, adiviné la sucia luz rosada que ilumina mi camino en esta tarde.