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Desechos humanos

Angela merkel contra los ‘vagos y perezosos’ europeos

jarra de ponche de frutillas

– Loco, hay novedades para el próximo año –dijo Manolito al otro lado de la línea con voz neutra, interrumpiendo mis alegatos de rutina-. Ya se sabe quienes no siguen en el servicio. Yo soy uno de ellos.

Pensé que estaba frente a uno de los típicos chistes fomes como los que acostumbrábamos a lanzar frente a la jarra de ponche de frutillas en algún boliche de Talca. Nuestras exigencias etílicas, siempre de baja calidad, derivaban en una vulgar risotada que provocaba la reprobación de las meseras y los otros parroquianos. Una broma podrida siempre es preferible a una repugnante realidad.

Sin embargo, cuando esta última busca imponerse, siempre lo logra: tuve que asumir que el horror estaba a la vuelta de la esquina aguardando con la paciencia del asaltante; más precisamente, a unas cuadras del centro de Internet donde me hallaba, después del corte de luz en la oficina y que me obligó a salir en búsqueda de esta herramienta de trabajo.

-¡Pero cómo te hacen esto! –estallé-. ¡No es posible, con todo lo que les has dado, con todo lo que te explotan…!

Mientras movía el mouse del computador en forma circular por el nerviosismo, apenas podía sostener el celular con la otra mano. Las palabras se me acumulaban en la garganta como si fuesen una cañería a punto de estallar. De hacerlo, serían un chorro de incoherencias, maldiciones e imprecaciones en contra de las nuevas aves de rapiña que monitoreaban nuestras vidas desde el Palacio de La Moneda.

Frente al teclado del computador, apretando la letra A con fuerza para grabar un “mierda” gigante en toda la pantalla del documento Word que tenía abierto, no fui capaz de darle a mi amigo unas palabras de aliento, sino un vómito medianamente coherente, pensando más en mi rabia que en su disyuntiva:-Así no más, pues –contesta Manolito con la frialdad de los muertos-. Apenas terminó la charla sobre comida saludable, la Directora me llamó a su oficina y yo altiro me di cuenta que algo pasaba y nada bueno. Me senté y, delante de la administradora, me dijo Manuel te tengo malas noticias, tu trabajo no ha sido bien evaluado, así que no se te renovará contrato para el próximo año. Lo siento mucho, sé que llevas tiempo en el servicio, te has encariñado con él, pero estoy segura que en otro lado te va a ir muy bien.

-¡Desgraciados! –alegué-. Se nota que nunca han pasado necesidad. Claro, siempre lo han tenido todo y cree que perder la pega es como perder la micro. Indolentes, ni que fueran tan eficientes y capaces. Son tan tarados como los que estaban antes que ellos, la misma mierda con distintas moscas.

El fin de año como avalancha de sucesos acalorados. Treinta cinco grados a la sombra, pocas ganas de pensar y nula capacidad de reacción. Las compras, los regalos, las celebraciones, la obligación de sonreír. También las novedades en las oficinas públicas como la nuestra, donde las autoridades tienen la oportunidad de renovar sus equipos. Los funcionarios de plantan no tiene nada que temer, en su mayoría un buen tornillo puesto en años pretéritos, cuando la práctica del trabajo precario aún no se consideraba una panacea para lograr buenos esclavos de ocho horas. Se necesita una razón de peso para sacarlos de sus escritorios: estafas, robos, desfalcos, sumarios, sanciones. Si ninguna de estas condiciones se cumple, pueden seguir sus vidas plácidas y vegetales, sin temor a las directrices secretas del gobierno de turno.

Por el contrario, aquellos empleados que emiten boletas de honorarios y de contratos anuales sí deben temer. El radar político siempre anda tras sus pasos. Manolito nunca ocultó su condición laboral, nunca se vendió a las nuevas autoridades, nunca delató, sólo trabajó como burro silencioso, y fue de los primeros en pagarlo. Le pasaron la aplanadora y, lo que era peor, sin merecerlo.

-Siempre creí que les bastaría conmigo –le dije-. Con uno que se vaya uno, ya tienen para meter a alguien de los suyos. Pero también necesitan gente como tú, que trabaje, que haga lo que los políticos no hacen.

Mientras salía de la caseta, pagaba la media hora de uso del computador en la caja y abandonaba el local, siempre equilibrando el celular entre mi oreja y el hombro. Ya en la calle el sol talquino me recibió con su habitual prepotencia.

-Acá todos dicen que tú no te vas, que tienes fuero por haber sido dirigente –comentaba Manolito-. Que no te pueden echar, así que andan buscando a otros a quien agregar en la lista negra. Me tocó a mí, amigazo.

Avanzaba por la calle intentando que la luz del mediodía no me encandilara. Recibí empujones, rasguños y puntapiés de los transeúntes, con sus bolsas y paquetes navideños. Un bastón, un perro lazarillo me bastaban para poder concentrarme en la voz de mi amigo al otro lado del teléfono.

-¡Que se metan el fuero donde les quepa! –insistí-. No me interesa, yo me quiero ir de porquería y tú lo sabes. Pero tú sí quieres seguir, eres buen trabajador. Pero qué tienen en la cabeza estos aparecidos. De verdad, me dan ganas de dejar una grande apenas llegue.

Tras escuchar mi perorata inconducente, Manolito limitó cualquier acción de venganza, berrinche o pataleta de mi parte:

-Mejor vente para el servicio y ayúdame a sacar las cosas. La Directora me dijo que necesita el escritorio antes de la una. Capaz que ya tengan listo a mi reemplazante. Ah, acaba de volver la luz, el teléfono e Internet. Dicen que la cortaron desde Santiago mientras notificaban los despidos para que la noticia no se filtrara antes de tiempo. El Ministro piensa en todo.

-La nueva forma de gobernar -comenté.

La vida sigue

Sin miedo a los estragos del sol, me sumé a la marcha cuando mis colegas pasaban por la esquina de la Plaza Cienfuegos con 4 Oriente. Me saludaron con gritos, silbidos y aplausos que se mezclaban con el bullicio de funcionarios de otros servicios, todos en pugna por superarse en decibeles, a ver quién reventaba primero los tímpanos de las autoridades.

Atrás dejé el resquemor de las horas de oficinas. La ocasión ameritaba sumar, no restar. Olvidarse de las zancadillas y las traiciones, recordar los abrazos, los gestos y las convivencias. Manolito caminaba junto a Jimena, ambos unidos por la bandera de nuestra asociación y por haber sido despedidos hacía unas horas del servicio por la Directora. Con tan sólo unos meses en el cargo, esta funcionaria de confianza contó con el poder de no renovarles sus contratos y de arruinar sus vidas. Aún así, mis amigos veían animados, inclusive más que el resto, dispuestos a enrostrarle al gobierno su falta a la palabra empeñada. “No habrá despidos injustificados de funcionarios públicos”, se escuchaban las palabras del Presidente, repetidas una y otra vez desde un parlante, rescatada de los tiempos en que era sólo un candidato que buscaba congraciarse con los votantes.

-Cuidadito con que los pille mirando las piernas de las chiquillas de los otros servicios -nos advertía Jimenita, con sus dientes de ratón, aún con ganas de bromear a pesar de la tragedia.

-A mí no me diga nada –protesté-. Manolito es el que me lleva por mal camino.

Mi amigo movía la cabeza, como en los viejos tiempos, cuando ambos recibíamos sueldo a fin de mes para pagar las cuentas y dejar unas monedas para el ponche de frutillas y las tablas de arrollado.

El sol pegaba fuerte desde lo alto. Divisé a las tías de los jardines infantiles públicos saltando con sus plumeros y delantales verdes, sin miedo a la insolación ni a las cámaras fotográficas de los delatores. A los funcionarios del Servicio de Impuestos Internos marchando con sus pantalones arrugados y sus carpetas. A las encargadas de las Oficinas de Reclamos con un cigarro en las manos y sus faldas plisadas que las volvían idénticas. Escuché a mi espalda los gritos belicosos del Servicio de Salud y desde lo alto los aplausos provenientes de terrazas de algunos edificios acompañadas de papel picado. Más allá el apoyo temeroso de los actuarios desde los pasillos de los Tribunales. “Vayan a trabajar, flojos de mierda”, nos conminó una voz dentro de un automóvil estacionado, rezongo acallado desde el edificio de Correos: “¡Cállate, huevón, amargado”.

Todos los servicios públicos fueron tomando ubicación debajo de las marquesinas para aprovechar los restos de sombra, en espera de los oradores.

-Manolito, mira, ese del megáfono es tu papá -le dije.

-Sí –contestó-. Con la llegada de los fascistas al gobierno, dijo que no pensaba quedarse en la casa para que se robaran el país.

El viejo profesor comunista avivaba las gargantas con un megáfono con cánticos en contra del Presidente y su Ministro de Hacienda. Apenas nos divisó, vino hacia nosotros y nos saludó con entusiasmo.

-Acá estamos todos –repetía-. No falta nadie.

Manolito puso su mano en el hombro y le habló al oído.

-¡Pero cómo, mijo, si usted es muy bueno en lo que hace! –comentó el viejo profesor-. ¿Le van a pagar por todos los años que estuvo por lo menos?

Manolito se quedó en silencio y los ojos de su padre buscaron en mí una explicación. Recordé las veces en que me recibió en su casa, en que comí y bebí en su mesa, en que compartió conmigo sus historias de amanecida de su época en la resistencia.

-Nada, don Manuel, no le pagarán nada –le confieso-. Al finalizar el año, ellos tienen el sartén por el mango y pueden despedir a quien se les ocurra, sin pagar ni un peso.

El viejo profesor giró hacia su hijo, lo abrazó con fuerzas y le dijo:

-Aquí está su papá para apoyarlo, mijo, usted no está solo, usted nunca va a estar solo, ¿me oyó?

Manolito guardó silencio y su padre se despidió de nosotros con el rostro perturbado, haciendo esfuerzos por no demostrarlo. Regresó caminando por donde vino con el megáfono apuntando hacia el suelo, cabizbajo, hasta cruzar a la otra orilla. Evité mirar a Manolito para no quebrarme delante de él ni del resto de la gente. Jimenita lloraba por nosotros sin preocuparse de la molestia de su marido.

Autor

  • Claudio Rodriguez Morales

    Claudio Rodríguez Morales nació en Valparaíso, Chile, en 1972. Es periodista de circunstancias, con ínfulas de historiador y escribidor, además de lector voraz y descriteriado. Hincha de Wanderers de Valparaíso y Curicó Unido, se reconoce bielsista, balmacedista, alessandrista, chichista, liberal – socialdemócrata, beatlemaniaco. Actualmente se encuentra poseído por los mensajes de Led Zeppelin, el pisco sour peruano (culpa de los hermanos inmigrantes), la chicha de Villa Alegre (culpa del historiador Jaime González Colville) y el congrio en todas sus variedades (culpa de Neruda). Casado con Lorena y padre de Natalia

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