En marzo de 2020, durante los peores días de la pandemia del COVID-19, la Oficina Federal de Prisiones dentro del Departamento de Justicia procedió a la puesta en libertad o colocación en instalaciones domiciliarias y abiertas de numerosos reos para prevenir su contagio.
Hasta julio de 2021, más de 200,000 presos, alrededor del 17% del total, salieron de las cárceles. Las admisiones cayeron.
El gobierno federal emuló así a jurisdicciones estatales y locales, que ya habían iniciado el proceso pocas semanas antes.
Esta acción salvó vidas. Redujo el riesgo de contagio para presos y carceleros. Permitió poner en cuarentena a otros reclusos que pudieran infectarse. Esto sucedió sin un correspondiente aumento en la delincuencia.
Al mismo tiempo, fue un acto que perpetuó las diferencias dentro de la sociedad estadounidense y la discriminación ya existente frente a las comunidades de color. Un estudio publicado la semana pasada halló que la reducción en la población carcelaria benefició de manera desproporcionada a los reos blancos. La relación de afroamericanos y latinos tras las rejas en cambio aumentó.
¿Por qué? El factor más importante fue que las personas de color habían recibido inicialmente las sentencias más severas, lo que en muchos casos los hizo inelegibles a ser puestos en libertad, de manera automática.
«Este aumento en la disparidad racial ocurrió a nivel nacional y en casi todos los estados, trascendiendo las grandes diferencias en el enfoque del crimen y el encarcelamiento», dijo la profesora Elizabeth Hinton, de la Facultad de Derecho de Yale y autora del estudio.
Esas diferencias son históricas.
Estados Unidos tiene una de las más altas proporciones de encarcelados respecto a su población. Aún hoy, uno de cada cuatro reos de todo el mundo está encerrado aquí. Y aunque los números han ido disminuyendo, unas 1.6 millones de personas siguen privadas de la libertad por sus acciones, entre convictos y en proceso legal.
La proporción de afroamericanos en la cárcel es mucho mayor que en la población general. Son seguidos por los latinos.
Miembros de estas comunidades tienen más probabilidades de ser detenidos por la policía; de permanecer encerrados antes y durante su juicio; de ser acusados de delitos más graves y de ser sentenciados a penas carcelarias más prolongadas. Y además son más frecuentemente las víctimas de los crímenes.
En consecuencia, un alto porcentaje de la juventud de las minorías está encarcelada, procesada. Una vez cumplida su condena no halla buenos empleos. Se perpetúa así la prevalencia de la pobreza en las comunidades de color y continúa el ciclo.
El mes pasado, un grupo de trabajo independiente sobre la justicia carcelaria concluyó un trabajo de un año y llamó a los gobiernos a identificar y abordar las disparidades raciales en las sentencias. El grupo fue presidido por la exfiscal general adjunta Sally Yates y el ex congresista republicano Trey Gowdy.
Entre otras recomendaciones pide que los presos no sean tratados de manera uniforme, sino individual. Que las sentencias no dependan automáticamente de antecedentes penales, lo que exacerba las disparidades raciales. Que la cantidad de droga implicada debe desvincularse de la sentencia.
La injusticia que radica en el trato racialmente desigual se exacerbó durante la pandemia.
A los afroamericanos y latinos no se les extendió una segunda oportunidad. Fue una doble injusticia.