El cuadernillo se abre y la hoja en blanco recibe los primeros adjetivos utilizados por el periodista de El Diario Ilustrado para casos los policiales, según el manual de estilo de 1912.
Drama sangriento, obra de un loco.
La tinta de la lapicera continúa enumerando los hechos objetivos: 13 de junio, 7.25 de la tarde, Santiago de Chile, calle Huérfanos, gran movimiento de peatones y de carruajes, un invierno crudísimo, con nevazón incluida.
Dos víctimas fatales, se trata de hombres jóvenes, Carlos Consolín de 17 años (dos proyectiles al cráneo) y Joaquín Guzmán Vergara de 19 (uno directo al abdomen). Un victimario que intenta huir perseguido por un grupo de transeúntes, todos hombres de bien, altruistas ciudadanos que deciden poner en riesgo sus vidas con tal colaborar con el orden alcanzado en el Centenario de la República.
Al verse acorralado, el fugitivo muestra el revólver en actitud amenazante, pero la policía logra inmovilizarlo frente al Teatro Royal, lo que evita un baño de sangre mayor. La letra convertida a esas alturas en un puro garabato sobre el cuadernillo del reportero da cuenta de una mata de pelo rizado sobre una mirada desafiante, detalle corroborado al día siguiente en la fotografía publicada en el periódico.
Mientras la multitud intenta linchar al detenido por lo que considera una absurda y cruel acción, entre medio del forcejeo con sus captores, éste se declara autor de los disparos, reniega de la burguesía, recuerda la muerte de cuarenta trabajadores en el mineral El Teniente por una explosión de dinamita. Tengo la satisfacción de haber vengado a los oprimidos, leen los santiaguinos al día siguiente en El Diario Ilustrado mientras no dejan de sorprenderse con los detalles de lo obrado por Efraín Plaza Olmedo.
Vecinos agonizantes
La prensa indaga en la vida del asesino.
Los testimonios resultan lejos de lo esperado. Nada de prontuario policial, nada de fechorías previas, nada que se acomode a la lógica bienpensante de la época. Su casero, David Fernández, considera a Plaza Olmedo un hombre de muy buena conducta, que paga el arriendo de su pieza con rigurosa puntualidad. Nunca se embriaga y a las seis de la mañana se va a su trabajo.
Otros vecinos se refieren a sus largas horas dedicadas a la lectura durante la noche, a su salario de seis pesos que le permite un buen pasar y destinar una parte del dinero a la compra de libros anarquistas, los cuales, una vez leídos, son regalados a otros trabajadores para que su mensaje se vuelva semilla en sus conciencias.
La declaración de su jefe de la Barraca el Sol, Luis González, ante juez del caso, Juan Bianchi Tupper corrobora lo anterior: un tipo de irreprochable conducta, contraído a su trabajo, al que no se le conoce ningún vicio y que en sus ratos de descanso se conformaba con leer el periódico.
Una bomba de tiempo que nadie descubre ni menos desactiva. Su mecha se pone en movimiento en 1894, cuando Efraín Plaza Olmedo, subido a la tapia de su casa de Maipú esquina Santo Domingo, divisa en el patio colindante a dos niños y una niña en un estado deplorable.
Al mayor de los niños los huesos se le traslucen y han roto el cutis en las espaldas. La niñita tiene en la cabeza una llaga comida por gusanos. La piel de los tres se ve amarilla y pegada a los huesos, sus rostros de cinco, seis y siete años desencajados, temerosos, con dificultad para hablar. No es difícil cerciorarse que se les mantiene encerrados en esa vieja y enorme casona. Durante meses, los hermanos se han alimentado de hierba y desperdicios arrastrados por la acequia que cruza los solares de las casas de Santiago.
Es en ese momento que el pequeño Efraín, de sólo diez años, decide poner punto final a semejante tormento, por lo que roba leche y pan de su casa para obsequiárselos. Cuando su padre nota la desaparición de la mercadería, después de varias conjeturas, se dispone a echar a la calle a una vieja sirvienta, pero recibe a tiempo la confesión de su hijo. Hay versiones que hablan de un hombre de buen corazón que abraza llorando a su hijo y que denuncia el hecho a la justicia.
No tarda en saberse el origen de tamaña monstruosidad: el matrimonio Puelma, fallecido recientemente, ha dejado una pequeña fortuna a sus tres hijos. Unos parientes deciden quedarse con el dinero matando de hambre a los pequeños.
Aunque la justicia no lo considera ni menciona como testigo por su corta edad (ni siquiera lo hacen los niños en sus balbuceantes declaraciones), Efraín Plaza Olmedo se asume a sí mismo con el salvador de las tres criaturas y de todos los desvalidos del país.
Durante la serie de interrogatorios a que es sometido por el juez Bianchi Tupper en los meses siguientes, el libertario recuerda lo vivido en su infancia y lo entrega como antecedente de la causa. La sociedad en nombre de la cual se le condena es la responsable de su malestar, señala en sus declaraciones, y el abandono social es el responsable del delito por él cometido. Todos los males sociales y los crímenes en todas sus formas, emanan del régimen económico actual, ocasionado por la propiedad privada y sustentado por el estado, asegura. Este último, para su subsistencia, necesita del dinero para mantener un numeroso ejército el cual vela por el correcto funcionamiento de este orden social impuesto, concluye.
Dos de los niños Puelma comparecen ante el juez y confirman la historia de Plaza Olmedo. Se refieren a él como un buen hombre, decente, para ocupar el término de las buenas conciencias de entonces.
Diario La Batalla consigna otro detalle en una extensa nota del 1 de noviembre de 1912 dedicada a quien llaman cálidamente compañero: la ausencia de un pecho donde Efraín Plaza Olmedo pudiera reclinar su cabeza cargada de ideales, así como de unos labios rojos ardientes donde posar los suyos.
Donde hay menos claridad es en sus primeros años. Cuando se le pregunta por sus orígenes, Plaza Olmedo se confiesa hijo ilegítimo de una alcohólica tempranamente fallecida, sin pariente alguno por esta condición, y con sólo un apellido válido: Olmedo. Cercanos al detenido complementan su versión: víctima de la lascivia y del engaño de los potentados, probablemente la mujer pasa de sirvienta a prostituta y de prostituta a sirvienta.
Siempre borracha y con su guacho creciendo en callejones, éste es recogido sólo por misericordia por su padre. Él le brinda cierta protección, pero nada más, hasta que puede ganarse la vida como panadero –oficio que dignifica- y luego soldado –actuar que denosta. Menciona su paso por el norte del país como testigo directo o indirecto de la masacre de la Escuela Santa María de Iquique.
Otras voces hablan del hijo de un caballero decente -esto coincide con el hombre que se enternece con el temprano robo de su hijo- que sólo cursa unos meses en el Colegio Santo Tomás de Aquino, aunque poco importa pues ya sabe leer y escribir. Esto le permite introducirse en autores como Friedrich Nietzsche, Max Stirner y Mijaíl Bakunin, cancioneros revolucionarios catalanes y los mundos ideales del príncipe Piotr Kropotkin (filósofo considerado el padre del anarco comunismo, además de físico, autor de “La ciencia moderna y la anarquía”, donde sostiene que el universo es materia en perpetua y libre evolución; una anarquía en sí misma y jamás impuesta).
Sin embargo, hay otras versiones que se refieren a Efraín Plaza Olmedo como un heredero de la opulencia de la burguesía criolla, habitante de un palacio en calle Dieciocho, quien a temprana edad rompe su burbuja al conocer el drama de los hermanos Puelma y decide años más tarde hacer justicia por sus propias manos.
De libertario a fakir
A diferencia de otros presos con delitos tan o más graves que el suyo, Efraín Plaza Olmedo no miente ante el juez ni ante los periodistas, muchos de los cuales buscan en su celda encontrar a un espécimen más del hampa capitalina.
En vez de adornar sus declaraciones, prefiere insistir en su ataque al poder. Sus esfuerzos se redoblan por hacer su mensaje más inteligible y razonable. Agrega que el arma la había comprado para asesinar el Presidente Pedro Montt y a los jefes militares de la matanza de la Escuela Santa María de Iquique. Pero la enfermedad se le adelanta en el caso de Montt, quien fallece en Europa en 1910, previo a las celebraciones del Centenario.
Para los medios oficiales, Plaza Olmedo es un agriado, un degenerado y el reflejo de la maldad, mientras que las publicaciones ácratas lo llaman héroe, justiciero, defensor. Se inicia el debate al interior de la izquierda sobre el uso de la violencia para alcanzar sus objetivos, ahora con dos muertos a su haber. Plaza Olmedo insiste en sus posturas: califica al capitalismo como la gran bestia que pisa con sus inmundas pezuñas al hombre asalariado en una entrevista concedida al periódico El José Arnero, cercano al sector izquierdista del Partido Democrático.
Dado que él no es ni desea ser capitalista y al negarse a trabajar -continúa explicando el móvil de sus acciones- le quedan dos caminos: el robo y la mendicidad, las cuales rechaza de manera categórica. Queda como último recurso el suicidio, pero lo considera propio de los burgueses, quienes atentan contra su propio código o que no tienen la suficiente entereza de carácter.
Como la única causante de que este callejón sin salida en que se halla es la burguesía, resuelve entonces, vengarse de ella matando a uno o más de sus miembros. Sin embargo, reconoce la posibilidad de haber errado en esto último y lo lamenta: una de sus víctimas, como se lo hace ver el periodista de El José Arnero, es el joven Carlos Consolín, un modesto empleado de clase media, único sostén de su madre viuda y anciana.
El juez Bianchi Tupper falla a mediados de mayo de 1913 una condena de 20 años de prisión. La irreprochable conducta anterior libra Plaza Olmedo de la pena de muerte. Permanece en la cárcel en espera de la sentencia de la Corte de Apelaciones. Asume su propia defensa en los alegatos insistiendo en la responsabilidad social de los privilegiados en éste como en todos los crímenes, condenando a los pueblos a la esclavitud y miseria. ¿Dónde está la culpabilidad?, se cuestiona. ¿En su persona, impulsada por la injusticia social a cometer un acto de violencia, o en aquellos que valiéndose de la ignorancia del pueblo lo condenan al trabajo excesivo y a la miseria con tal de mantener sus privilegios?
En entrevista con El Mercurio, el director de la Penitenciaría, Belisario Gálvez, lo acusa de agresión verbal al capellán cuando se le obliga a participar en una misa y, luego, de golpear con un fierro de su celda a los gendarmes que intentan engrillarlo. Además, se le califica como instigador de huelgas de hambre, protestas y motines dentro del penal por lo que se intensifican los castigos con flagelaciones y mala alimentación, más el aislamiento.
Una liga anarquista de Panamá, con la cual mantenía correspondencia antes del doble homicidio como lo comprueban los libros requisados en su hogar, le envía dinero y mensajes de aliento.
Como es de esperarse, la Corte Suprema no valora su deseo de llamar la atención de la burguesía egoísta a punta de balazos. Aquello es considerado inaceptable y se le condena a cuarenta años de cárcel, veinte por cada asesinato. Pero los obreros no lo ven de la misma forma y lo convierten en un símbolo de su redención. Piden gracia para él, aunque todo es inútil. Se le encierra en Patio Siberia de la Penitenciaría de Santiago y permanece incomunicado por más de diez años, sin derecho a leer ni a trabajar. Responde al tormento convirtiéndose en una especie de estatua o fakir enjaulado que pasa largo tiempo en la más completa inmovilidad.
En 1922, el abogado radical Carlos Vicuña lo visita por encargo de unos obreros de Valparaíso y a partir de ese momento asume como el cronista de sus últimos años. Se trata de la primera visita que recibe el anarquista en una década. Al despedirse, Plaza Olmedo rechaza el dinero ofrecido por el abogado y solo acepta café, más una suscripción a un diario como una forma de entrar en contacto con el mundo.
Más tarde, el abogado Vicuña pide gracia para el detenido al Presidente de la República, Arturo Alessandri Palma, la cual es negada por miedo a que se repitiera el crimen. Sin embargo, la autoridad le alivia algo la pena y lo envía a la cárcel de Talca, donde se le autoriza, después de años, a trabajar.
En 1925, tras el “ruido de sables” y el golpe de estado de los oficiales jóvenes del ejército que destituye a Alessandri, los obreros aprovechan de insistir en la liberación de Plaza Olmedo, la que es concedida por el gobierno de facto. El primer domingo de marzo de 1925 deja a sus espaldas los portones de la Penitenciaría de Talca con 39 años. Mientras avanza por la alameda de la ciudad, deja atrás trece años de prisión, de los cuales 56 meses son de aislamiento total. Declara más tarde al periódico Acción Directa que la cárcel no lo atormentó; vivió al margen del dolor en la prisión.
Efraín Plaza vuelve a las calles de Santiago, pero su fama de enajenado le impide encontrar ocupación alguna. Se menciona en medios de prensa su participación en las movilizaciones de los arrendatarios de Santiago.
Su cadáver es encontrado en un camino en las afueras del capital. Para unos se trata de un suicidio, pero para otros de un asesinato de la policía. Sólo los olmos del lugar y un canal de agua terrosa, si hablasen, podrían revelar la verdad de lo ocurrido.