Sobre el bulevar Martin Luther King, las copas de los árboles ya marcaban el contorno espeso del inicio del Golden Gate Park. San Francisco estaba atravesada por la historia de esa isla verde que seguía guardando los compases alucinados de Janis Joplin.
Después de la tormenta, el árbol de magnolias había estallado en flores. Un perfume flotaba suave como la música de ese flautista callejero que tocaba Bach bajo el puente del Museo De Young. Esa mañana no estaba y su ausencia se doblaba sobre los capullos de loto asomando desde el estanque frente a la estatua dorada del pirata. En ese refugio verde, las estatuas horripilantes y absurdas, también encontraban cobijo bajo las sequoias ancestrales. Ellas disimulaban el snobismo invocando la cercanía del Pacífico.
En dirección opuesta al mar, comenzaban los barrios. Las calles empinadas, las casas victorianas, los bares y los perros, el terror de su hijo. Esquivándolos, llenando el mediodía con sus ruidos guturales, él avanzaba y ella lo seguía como la sombra de Peter Pan. Una prolongación de cuidado que empezó con su nacimiento y que el autismo perpetuó desarmando las etapas de la vida que todos los días ensayaban para acomodarse al paso de los años.
Ella se perdió tomando una diagonal y desembocaron no en la avenida habitual donde siempre iban a comer después de la caminata. Llevaban pedacitos de sol y el aroma de las magnolias pegados en sus espaldas. Entraron al primer bar de esa esquina. Un lugar lúgubre, de paredes marrones de conglomerado. Un hombre sentado en la mesa destinada para las personas con discapacidad, hacía un crucigrama rodeado de sus dos perros. Su rutina de soledad, ordenada sobre un manojo de diarios y una taza de café. Ella se distrajo mirando el menú para decidir qué sandwich pedir para el almuerzo. Del otro lado del mostrador, un hombre rompía las cáscaras de unos huevos crudos, que dejaba caer en un bol de aluminio. Tenía guantes azules y lentes negros. Cuando la vio, interrumpió su tarea y se acercó para tomar el pedido, pero girando la vista, dijo: “Don’t do that”. Entonces ella miró, su hijo estaba comiendo azúcar del frasco dispuesto para el uso de los clientes. La cuchara de plástico ya dentro de la boca. Ella se la sacó con facilidad para devolvérsela al dueño del café que la descartó en el tacho de la basura. Pero la prohibición desencadenó los gritos y ella atinó a tapar con la mano derecha la boca de su hijo. Sintió que la potencia del aire de esas cuerdas vocales le perforaba un agujero en el centro de su mano, un hueco de expulsión. Esa imagen le dió la firmeza necesaria en la mano izquierda para encaminar ese cuerpo de doscientos kilos que saltaba entre los clientes, las sillas y las mesas con florecitas de plástico, desde su altura de un metro ochenta.
Se disculpó con una voz que le salió demasiado leve para ser escuchada y sin mirar a los que los miraban, buscó la salida. Supo igual que el hombre de los perritos, había sujetado a los animales para que no se asustarán y la chica de los audífonos absorta sobre el monitor de la computadora, se había rascado la cabeza para que su sorpresa no fuera interpretada como una falta de educación. Acostumbrada a verlo todo desde lejos, como los fantasmas, cuando llegaron a la calle, siguió avanzando, esquivando los perros del terror.
El peso de lo disruptivo se le mezclaba con la suma de los años sosteniendo lo que no encuentra lugar en la vida a menos que ese lugar sea conquistado, todos los días, a cada instante porque de otra manera no existe.
Cuando ella tenía catorce años, los miércoles en la tarde, iba a escuchar los conciertos que la orquesta sinfónica daba en el teatro El Círculo, de su ciudad. Antes de empezar la función, un hombre se levantó de su butaca gritando “no, no, no”. La sorpresa fue tan grande que los ojos se clavaron en ese adulto de traje que sostenido por el brazo de quien parecía ser su madre, se alejaba ahora por el pasillo. La mujer de unos sesenta años, vestida de azul oscuro, con el pelo recogido en un rodete y un pequeño collar de perlas, avanzaba impávida, como si su silueta y la de su hijo, fueran invisibles y no llevaran una multitud de ojos en sus espaldas. Ella también los siguió con la mirada hasta que desaparecieron. Escuchó el concierto pensando en la soledad de esa mujer, de regreso en su casa, aislada con su hijo que no había podido ser parte de la función. ¿Cómo hará para vivir así?, se preguntó, acomodando su cuerpo en esa butaca de terciopelo verde.
Avanzaban ahora, remontando la subida de la calle Cole, reencontrados con el barrio conocido donde siempre iban a almorzar. Los gritos habían cesado. Su mano derecha ya estaba liberada de la tarea de amortiguar el alarido y ella la sentía balancearse al ritmo de sus pasos, imaginando que el agujero seguía ahí. La izquierda continuaba firme conduciendo al hijo para que pudiera retomar el rumbo y volver a poner en orden los fragmentos de su día. El sol, las nubes, el aire, las magnolias, los elementos que los rodeaban eran su familia.
Llegando al parque de skaters, su hijo le dijo “sugar” y ella le contestó “no se toca y no se grita”. “No se grita”, repitió él. Entraron al restaurante habitual y ahora alerta le dijo “No toques nada por favor”. Pudo ordenar el almuerzo. Un omelette con papas y jamón, para ella un café. Se sentaron en una mesa al lado de una amplia ventana desde donde se veía un agujero de nubes enmarcando el cielo. La calma había regresado y ahí en ese paisaje vio los ojos serenos de la mujer del concierto “ves, así se hace”, escuchó. Sus ojos se humedecieron y levantándose de la silla se acercó al hijo y le dio un beso en la frente. Él ahora sonreía.
La vida trama geometrías, curvando el regreso a un punto de partida desconocido. El centro de un equilibrio que se revela desde las intersecciones. El tiempo son esferas de cenizas que se convierten en guardianes del pasado. Premoniciones, señales, que atraviesan nuestra existencia y quedan volando como papeles al viento. Las energías transforman los hoyos en círculos y los agujeros en ventanas que encuentran el cielo.