Estas hebras, antenas de luz que me conectaron con la energía del tiempo, se van.
Un rito de poda. Un ciclo que se cierra para abrir otra puerta. Un tiempo de dejar lo que cuelga dañado e ir por lo deseante. El caer, para dejar que surja el linaje.
Detrás de toda mujer están las madres, las abuelas, el espíritu de las rebeldes que te alimentan en la noche cuando duermes y te despiertas diciendo: “es por allí… “
Ella tenía una trenza entrelazada por sus manos de campo. Con hebillas de metal sostenía su rodete cano y cuando en la calma de la siesta se peinaba, su pelo caía como una lluvia de ciencia ante mis ojos absortos a su maravilla. Yo la veía azul por la rebeldía de las flores. Regadas en la mengua del calor, ella sostenía la manguera, mostrando las marcas de su piel tatuada a picotazos de gallos.
Mi otra abuela transportaba en el pelo la debilidad que da la tristeza. Una instalación que flotaba sobre su cabeza marcándole una caída de sueños truncos sobre los párpados. Recostada en su cama empotrada contra una pared amarilla, sus hebras débiles iban dejando en el piso los restos derretidos de un lago de Ucrania ya sin nombre. Un lugar presente sin ser mencionado, donde alguna vez su infancia había reído patinando a la salida de la escuela.
Los pelos de mi madre eran tocados por José Andrónico, el peluquero italiano que con su mujer Pepita, armaban una felicidad de spray para los tiempos de los casamientos, de los aniversarios o esas navidades de una sola estrella. Un olor que penetraba en las narices desde otro rumbo diferente al olor a la tierra mojada o la sopa de arroz con la que mi abuela cobijaba los inviernos. Un olor que era necesario aceptar antes de respirar.
Los ruleros, los sprays, las tinturas, el matizado, emulando el disimulo de la vejez, eran signos de un tiempo de recuerdos.
Las permanentes, eran ese daño de ácido al que empezamos a someternos en la adolescencia. Una manera de crear turbulencias, en tiempos donde todo era chato, como el platinado brillo de una televisión constantemente encendida.
Los años pasan por el pelo y también por la piel y por los ojos que cada vez se achinan más para entender que el horizonte es realmente horizontal como lo dibuja el sol en los atardeceres.
El alma en cambio no envejece.
Se ensancha, se asienta, se alisa, se vuelve a armar. Es ahí donde los pelos, esas extensiones de viento que alguna vez fueron motivo de pasiones, de caricias, guardadores de besos y ornamento de fantasías, se retiran.
Se hicieron sequedad de tronco, escasez de brillo y un peso que ya no se puede sostener. Un esqueleto que ya no es necesario acarrear porque ahora el tiempo crece por dentro.
Todo sueño termina con un despertar. No hay otra manera y también la tristeza termina.
El pelo me habla y me dice “ha llegado la hora de ir adonde tanto has buscado, ya no necesitas de nuestras antenas, ya has recolectado las señales”.
Un montón de filamentos luminosos murmuran y saludan a la arquitectura del lenguaje que deja ir las moléculas de Oxitocina. Quizás alguna vez pueda ver a un uróboro en mis sueños, y desde su círculo de eterno retorno, me conduzca al principio hermético de lo interminable.
Vaciarse es el arte de caer en el silencio, de elegir la pérdida para ir al centro de la corteza que nos ilumina.
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