«Hay que seguir gritando», dice mi amigo Carl, miembro de una organización de derechos humanos. «Hay que asegurarse que la gente pierda el miedo, salga de su confusión y reconozca que el emperador no tiene ropas».
Efectivamente, comienzan a aparecer críticas (dentro de las filas del Partido Republicano y sus aliados ideológicos) contra el Presidente Donald Trump. La senadora Lisa Murkowski (R-Alaska), el general (RE) James Mattis, son ejemplos de esas voces conservadoras que juntaron valentía y cruzaron la línea.
Estatua de Donald Trump que fue instalada en Nueva York en 2016.
Pero la mayoría de los republicanos no se animan a decirle al ´emperador´ que no tiene ropas. El terror a criticarlo los mantiene congelados mientras el país y sus instituciones fundamentales se ven amenazadas por un coronavirus letal y por la intolerancia de una administración que parecería que se siente más cómoda con neofascistas que con el pueblo.
Por eso hoy más que nunca, y al margen de su valor estético, tiene mucho sentido recordar a esas estatuas de casi 7 pies de altura que activistas erigieron primero en Nueva York, Los Ángeles, Seattle, San Francisco y Cleveland, en 2016, como protesta contra el tirano de La Casa Blanca.
Las estatuas, hechas de arcilla y silicona, supuestamente muestran a un Trump desnudo con una gordura grotesca, venas con varices, un pene muy pequeño y sin testículos. En la base hay una inscripción que dice «The Emperor Has No Balls» («El Emperador No Tiene Bolas»).