Trump se convirtió en el primer Presidente estadounidense en ser encausado políticamente por segunda vez. El oprobio del “impeachment” – este y el primero – lo acompañará por el resto de su vida como una mancha de Caín.
Como por arte de magia, el absurdo intento de golpe de estado del miércoles con el asalto al Capitolio parecería haber sacudido la conciencia de la clase política y de amplios sectores de la opinión pública.
El resultado es que Trump es ahora un paria político. Que la cercanía a él es radioactiva. Políticamente, es el fin de Trump. A menos que… pase lo peor, el próximo conejo que sacará de su galera salga de felpa.
Tal es la destrucción que ha causado Trump a lo largo de sus cuatro vertiginosos años de presidencia que excede a aquellos que fueron blancos de sus ataques. Cuando asumió el poder, los republicanos tenían la presidencia y ambas cámaras del Congreso. Lo perdieron todo en estas elecciones. El Senado, la Cámara Baja, la Presidencia; se consuelan con la mayoría ultraconservadora en la Suprema Corte.
Parecería a primera vista que vivimos un momento de reflexión y arrepentimiento entre quienes posibilitaron que la pesadilla llamada Trump se extendiese hasta ahora, hasta después del intento absurdo y asesino de golpe de estado en el Congreso.
Pero esto que presenciamos, o que queremos presenciar, es más que nada una señal de que su barco se está hundiendo. La opinión pública le da una bofetada a quienes lo secundaron servilmente en su incitación al odio y la división, en sus ataques a latinos, afroamericanos, inmigrantes y cualquiera que no sea su admirador incondicional, en sus medidas de política exterior erróneas y destructivas, en su estilo de tierra quemada.
Para eso fue necesario que miles asaltaran al Capitolio, con grupos de individuos fuertemente armados que tramaban secuestros y asesinatos de funcionarios electos, sin distinción entre demócratas y republicanos. Aunque parecían grotescos con sus uniformes comprados en Walmart, no jugaban.
Ahora están abandonando el barco que se hunde, a último momento, cuando los días que le quedan de poder se pueden contar en los dedos de una mano. Como ratas.
Abandonar a Trump es de pronto su tabla de salvación. Porque Trump es su Titanic. Les dio una falsa seguridad de invencibles, de invulnerables.
Porque, más que nada, creen que vamos a olvidar su actitud de apoyar a Trump y de justificar cada uno de sus actos de extremismo durante estos años.
Se equivocan: no olvidaremos ni perdonaremos.
No tienen perdón, porque actuaron como si no supieran que el corolario lógico del trumpismo sería el asalto criminal al Congreso. Porque lo sabían. Decir lo contrario los descubre como cómplices, como ignorantes, o ambas cosas a la vez.
Como si no entendiesen que fue la culminación inevitable del reinado de mentiras de Trump. De sus incesantes agresiones y extremismo. De su aliento a nazis y supremacistas con tal que lo apoyaran. De la colosal mentira de que él ganó las elecciones de manera arrolladora como una avalancha de tierra (“landslide”). Porque lo entendían.
Afortunadamente, le quedan solo cinco días de poder. Luego, lo perderá. Ojalá que sin más víctimas. Lo dudo.
Pero Trump no será uno de esos personajes que acepten desaparecer en el ocaso de la historia. Su ego dañado y su genuina maldad lo incitan a causar aún más destrucción en aras de su rehabilitación personal.
Y sí, aislado, está.
En estos momentos acecha con rabia desde la Casa Blanca, tramando quién sabe qué nuevas agresiones. Sigue siendo peligroso.
Entonces, es bueno que Twitter haya cerrado su cuenta y le siga privando del principal megáfono que tuvo para mantener su poderío.
Que los bancos que hicieron posible su acción financiera por décadas hayan decidido cortar vínculos.
Que un sector creciente dentro del partido Republicano se anime, con hesitación, con miedo a la reacción de la turba (algunos, con lágrimas en los ojos, confesaron que tienen miedo por sus vidas y las de sus familias si votan por destituirlo), a contradecirlo.
Que 10 congresistas de ese partido hayan votado por el “impeachment” en la Cámara de Representantes.
Que gran parte de su equipo de campaña haya renunciado o dejado silenciosamente sus puestos y los que quedan ni son capaces de montar una reacción creíble.
Es necesario continuar e insistir en este proceso de aparente retorno a la normalidad.
No relajar la presión sino acelerarla. Apretar las tuercas que aún nos quedan de instituciones democráticas, de libertades individuales, de libertad de organizarse y protestar, de intereses comunes entre sectores supuestamente disímiles que ahora deben unirse a último momento.
Porque lo es.
Porque la bestia que despertó Trump en su demencia política, el fantasma del fascismo y el nazismo que vuelve a agitar en nuestra población, esa bestia no puede seguir creciendo. Porque la existencia de la república, la vigencia de la constitución y la vida de todos nosotros estarán de lo contrario en riesgo de ser víctimas del caos y la violencia.
Es momento entonces, sí, de expresar satisfacción porque por primera vez en mucho tiempo hemos dado un suspiro de alivio. Sí, Trump está acorralado entre la inminencia de su segundo juicio y la transferencia del mando a manos de Joe Biden. Pero la alerta debe seguir.
Incluso si Trump desapareciese hoy, el Trumpismo que incitó seguirá vivo. Con el apoyo de decenas de millones de votantes.
Nos dejará un legado terrible, porque esas decenas de millones perdieron el aprecio por la democracia, el sentido común que permite discernir la verdad de los hechos simples, y con una mentalidad de masa se incitan mutuamente con ideas a cual más disparatada y violenta.
Esos engendros del autoritarismo y la supermacía blanca no se irán tan fácilmente.
Y la primera prueba de fuego será este miércoles, cuando asuma la nueva administración, ante la amenaza mortal que constituyen los grupos armados terroristas que se amparan bajo el todavía mandatario, en todo el país.