Una de las enmiendas aprobadas en la primera ronda de negociaciones por la reforma migratoria en el Senado hace cuatro años (la segunda está por empezar), establecía el inglés como idioma oficial de Estados Unidos. Como todo en la política, la idea no flotaba en el vacío.
En el contexto actual, la insistencia en la vigencia del inglés no es una inocente proposición, sino un arma contra los inmigrantes. Aunque la enorme mayoría de ellos –de Latinoamérica y otros lados–reconozca que aprender el idioma local es imprescindible para vivir aquí y trata de asimilarlo.
Los inmigrantes, al llegar, claro, no hablan inglés. Pero muchos de los adultos lo aprenderán. Hace 20 años y recién llegado, yo sintonizaba –durante las dos horas de mi viaje al trabajo– una estación de noticias radiales. Escuchaba una cacofonía incomprensible. Pero un día como que se me abrieron las orejas y desde entonces entendí lo que decían.
Un cambio más dramático, repetido en toda la historia de Estados Unidos, es el generacional. Nosotros aprendemos el idioma; nuestros hijos lo dominan. Después, les hablamos en español aunque podamos hacerlo en inglés, y ellos contestan en inglés, aunque comprendan español…
Luego, los hijos de mis hijos mantendrán del español modismos, el aire cultural, el apellido, el ancestro, el apego por ciertos términos. El resto será lo de aquí. Serán una síntesis de culturas. Y contribuirán a renovar la local.
Yo sé entonces que cambiaré la idiosincrasia de Estados Unidos a través de mis nietos, de una vez y para siempre.
La insistencia de los antiinmigrantes en la vigencia del inglés, presuntamente ignorando este ciclo por todos conocido, es entonces un símbolo, no de patriotismo sino de la defensa de un privilegio étnico. Se debe menos al aprecio a la cultura anglosajona que al apego a una imagen del país que está desapareciendo inexorablemente. Por eso siguen recortando, precisamente, los fondos para que los latinos aprendan inglés.
Sin decirlo, insisten en un país que perciben blanco, puro, exitoso y dominante, democrático por dentro e implacable por fuera. Una caricatura de las películas exportadas desde aquí, Hollywood, hace sesenta años.
Pero el reloj demográfico es implacable. Los latinos son la minoría de mayor crecimiento del país. Millones de inmigrantes llegan de los países asiáticos. Estados Unidos elegirá entre adaptarse o dejar de ser democrático para mantener el dominio de un grupo contra otro.
Ya lo hizo una vez. Cuando la esclavitud se estableció aquí como base de un sistema económico, los esclavos eran blancos: campesinos adeudados de Inglaterra o Alemania. Tenían un inconveniente: despertaban la solidaridad de trabajadores en situación casi similar. Además, si huían, desaparecían en la población. Por eso fueron reemplazados por los negros, importados a la fuerza, virtuales desconocidos. Por el color de su piel su captura era fácil y su encierro posible.
Se instituyó una ideología de odio y desprecio que aún persiste: que son inferiores, que no tienen alma; que son malvados, que son diferentes; que nos tienen miedo, que les tememos. Del negro de la piel al negro como concepto negativo, caló tan hondo en la psiquis estadounidense que los afroamericanos debieron librar una lucha de cien años por los derechos que se les garantizó con la Emancipación.
El inglés como barrera para detener las “amenazantes” olas migratorias es igual: son estertores de un grupo en vías de ser minoría, aferrado a privilegios culturales. Cuanto más urgente es su percepción de pérdida de hegemonía, más violenta es su reacción: contra el inmigrante, el presidente negro, el líder latinoamericano que se aleja del radio de influencia. Estamos en buena compañía.