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El poema, un instante de la eternidad

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A mis padres.
A Gladys, siempre.
A mi hija Grethel, porque la he soñado.
A mis nietos, Christian Alexander y Giulianna Camille,
por ser mi presente y mi futuro.
A todos mis seres y amigos queridos

El poema es una de las formas expresivas del amor en la intimidad humana: es sueño, viene del sueño y va hacia los sueños, y asimismo se constituye en gesto vital de la sensibilidad del ser, por lo que es una de las representaciones gráficas de la pasión más importante desde que el hombre perdió su origen divino.

El poema, temáticamente, no trata sólo del amor de los momentos cumbres que rodean especiales circunstancias de vida, sino que además puede representar —en determinados poetas— el amor doméstico y coloquial de todos los días.

El poema no es el amor carnal únicamente; es además, y en mucho, el amor a la vida lleno de las complejidades de la pasión —esa pasión placenteramente terrible que se presenta en los ángeles de Rilke.

El poema, o quizás más claramente todo aquello que tenga la cualidad de la poesía y/o de lo poético, viene a ser una de las inexplicables manifestaciones de Dios (misterio y sueño), porque forma parte, como la oración y la fe religiosa, de su voz y lenguaje.

De manera inversa, me atrevo a decir que el amor es, en su forma más breve, el poema como instante único y a la vez efímero que contradice y desborda el orden de lo mensurable; que el amor es, en el poema, ese camino que hacemos sin explicación alguna para a veces llegar al borde y lanzarnos al abismo de lo inefable.

Ya en el sueño, que es el espacio mítico cuando intentamos el vuelo por las regiones del esplendor, tocamos fondo durante los (posibles eternos) segundos de permanencia en el Ser. Entonces respiramos y sentimos el ámbar; o sea, esa luz indistinta y al mismo tiempo diferente de lo que hemos sido en la raigambre de nuestro origen.

El poema nos permite entrar en un bello conjuro de palabras y relaciones, de fluido anímico, mental y emotivo; y esto lo hacemos por la vocación de vida interior que proyectamos hacia el otro. Con él recreamos una búsqueda de la vida invisible (o vida ausente), que a veces hacemos sin saber, para encontrar nuestro ser primordial.

El poema, al ser expresión de amor, es tan misterioso como la creación que nos soñó alguna vez y aún nos sueña. Dios en todas sus variantes es el soñador primero. Y el sueño es el espacio de la otredad, ese volver a ser nosotros mismos: ustedes y yo en el sentido original de la divina creación.

El poema, como creación humana y de origen divino, es una rosa cósmica que se abre entre las manos de Dios; Dios y su proyecto mismo renovando el reencuentro; es el talento creándose de nuevo en las palabras de las imágenes, en la visión inexplicable de los sentidos, versos de un sueño creador que nos sueña y nos rehace.

El poema, y por supuesto todo lo poético que se halla en cada una de las manifestaciones del arte y de la vida —además de que pueda ser el feliz instante de lo deseado, de lo logrado en la plenitud de un querer ser— es asimismo el hecho de vibrar intensamente ante la pérdida de algo humano muy querido; es el estremecimiento profundo a causa de un desarraigo; o también la irreverencia contra aquello que nos hace inestable y endeble alterando el espíritu; en suma, el poema nos hace sentir el drama de la existencia.

Entre los avatares de la vida, podría mencionarse el caso de la emigración y el destierro (aunque no sean los temas a considerar ahora), del que se desprende la despedida, el adiós, el desgarramiento y los recuerdos quizás inconscientes del origen primordial de la existencia (siquiera, al menos, de la primera existencia terrenal).

Mediante estos estados del ser —la emigración y el destierro— llegamos a la “nostalgia de la fábula”, a ese proceso poético de la memoria que siempre nos acerca a nuestra primera voz; entraríamos así en la realidad de la imaginación, que es nuestro pasado, y de cómo guardamos nuestras raíces paradisiacas y luego su conversión en situaciones terrenales, es decir, entre muchos, los recuerdos del pueblo que dejamos atrás, los seres que quedaron, la infancia y la adolescencia.

El poema es así la evocación sublime y profunda de la nostalgia como memoria que rompe la propia ruptura que sufrimos. Es la memoria de todo lo que vivimos y que puede quedar atrapada en algunas extrañas coordenadas del tiempo y del espacio; es cuando la vida del ayer se hace circunstancia íntima que queremos expresar en imágenes poéticas, en ese instante paradójico, por ser efímero y a la vez eterno, del “sentimiento ahí”, como si el poema en un pedazo de papel fuera una foto que representara una breve pero profunda parte de nuestra alma.

De modo que el poema es la forma objetiva (por ser una relación de signos gráficos) de la poesía; pero es más, porque resulta ser sangre, carne y fibra de uno mismo y del otro, de ustedes, de todos. Es un pedazo de tiempo atrapado —que constantemente viene y se va— al principio como si fueran esos signos escritos de algo muy querido que no quisiéramos compartir, y lo encerramos como pájaro en jaula durante un tiempo; después, al publicarse o decirse en una lectura en voz alta, se convierte en ese pájaro libre que vuela, para bien o para mal, con sus versos desplegados.

El poema es entonces, y para siempre, el amor, la poesía y lo poético como un instante de libertad plena del ser humano que somos hacia la dimensión imaginaria de Dios. El poema es uno mismo y a la vez es la libertad y el viaje hacia ese amor al otro, que con la palabra nos muestra —al igual que un aleph borgiano— un instante de la eternidad.

(Bell, California, 1999 – 2006)

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Autor

  • Manuel Gayol

    Manuel Gayol Mecías Escritor y periodista cubano. Editor de la revista literaria online Palabra Abierta (http://palabrabierta.com). Graduado de licenciatura en Lengua y Literatura Hispanoamericana, en la Universidad de La Habana en 1979. Fue investigador literario del Centro de Investigaciones Literarias de la Casa de las Américas (1979-1989). Posteriormente trabajó como especialista literario de la Casa de la Cultura de Plaza, en La Habana, y además fue miembro del Consejo de redacción de la revista Vivarium, auspiciado por el Centro Arquidiocesano de Estudios de La Habana. Ha publicado trabajos críticos, cuentos y poemas en diversas publicaciones periódicas de su país y del extranjero, y también ha obtenido varios premios literarios, entre ellos, el Premio Nacional de Cuento del Concurso Luis Felipe Rodríguez de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) 1992. En el año 2004 ganó el Premio Internacional de Cuento Enrique Labrador Ruiz del Círculo de Cultura Panamericano, de Nueva York, por El otro sueño de Sísifo. Trabajó como editor en la revista Contacto, en 1994 y 1995. Desde 1996 y hasta 2008 fue editor de estilo (Copy Editor), editor de cambios (Shift Editor) y coeditor en el periódico La Opinión, de Los Ángeles, California. Actualmente, reside en la ciudad de Corona, California. OBRAS PUBLICADAS: Retablo de la fábula (Poesía, Editorial Letras Cubanas, 1989); Valoración Múltiple sobre Andrés Bello (Compilación, Editorial Casa de las Américas, 1989); El jaguar es un sueño de ámbar (Cuentos, Editorial del Centro Provincial del Libro de La Habana, 1990); Retorno de la duda (Poesía, Ediciones Vivarium, Centro Arquidiocesano de Estudios de La Habana, 1995).

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