Este 24 de enero, el Día Internacional de la Educación, se cumplieron también 100 semanas de la interrupción de la misma en todo el mundo a causa del COVID-19.
En promedio, cada país sufrió 20 semanas de cierre total, más otras 20 de cierre parcial.
Las escuelas se cerraron porque fueron correctamente consideradas semilleros de contagios. Su clausura temporaria fue una medida vital de seguridad, lo mismo que cines o estadios. En los primeros meses caóticos de la pandemia se salvaron así muchas vidas.
Pero el costo de interrumpir la educación fue también terrible.
El cierre de escuelas afectó más a las niñas, a los niños de minorías étnicas, a los pobres, a los habitantes de zonas rurales, a los niños con discapacidades.
Millones de alumnos han abandonado totalmente el sistema escolar. Millones de madres no han podido retomar sus trabajos por cuidar de los hijos.
Empeoró la alimentación de muchos niños que dependen de las comidas escolares. Su salud mental se está deteriorando. Violencia doméstica, abuso infantil y trabajo infantil están en alza. Y ya no está la escuela donde se los puede detectar.
Al perder dos años de estudio el futuro de la niñez será más inestable, y de ingresos menores.
La enseñanza remota, que tantas esperanzas despertó, no pudo reemplazar la enseñanza en persona, donde se retiene la atención del niño y se sigue de cerca su desarrollo.
Podríamos perder toda una generación de ciudadanos constructivos.
Sí, la variante Omicron es extremadamente contagiosa. Las hospitalizaciones pediátricas llegaron a un máximo histórico, aunque ahora están bajando.
Pero quedarse en casa no llevó a la eliminación de los contagios.
La disyuntiva sobre el cierre de las escuelas, para padres, educadores y gobiernos ha sido de las más difíciles en este período.
La solución existe.
Si cumplimos ciertas condiciones, las escuelas serán el lugar más seguro: vacunación general, ventilación adecuada en las aulas, distanciamiento social, tests negativos a los niños como condición de regreso, frecuentes tests a docentes y personal administrativo, suspensión temporaria de actividades deportivas y coros, uso de mascarillas (no de tela) cuando corresponda.
Si así obramos, la evidencia sugiere que las escuelas no serán un factor de transmisión comunitaria.
Desde comienzos de enero, millones de niños estadounidenses han regresado a las aulas, dándonos esperanzas de una recuperación a la vista.
Sin embargo, incluso si se cumplen todas estas condiciones, la recuperación educativa llevará quizás años.
En definitiva, los costos de cerrar las escuelas superan los riesgos de mantenerlas abiertas. No podemos darnos el lujo de perder esta generación de niños.
Es positivo entonces que las escuelas reabran en todo el país, que confiemos en las medidas de protección de nuestros niños y que sea un eslabón más de nuestro regreso a cierta normalidad que nos permita seguir adelante.