En la noche del sábado regresamos a Los Ángeles de unas breves vacaciones a visitar a mi hijo mayor en Londres, el ombligo del Imperio, la segunda Trántor (después de Nueva York) de esta galaxia. Fui sobreponiéndome al terror de los altísimos precios y al recuerdo de visitas anteriores de frío, viento, lluvia… fue extraordinario.
Una visita extraordinaria
Tanto, que me llevó dos días completos salir de la casa, porque a mi regreso busqué la tranquilidad del hogar y balancear la intensidad casi desenfrenada que tuvo nuestro paseo de ocho noches.
Al igual que un viaje de dos semanas, el año pasado, a Israel, quise esperar hasta que el polvo del camino se depositara en los resquicios de mi mente, que se acallaran los clamores del corazón, que volviese la rabiosa cotidianeidad de Los Angeles, antes de escribir, relatar.
Pero aprovecho, antes de que el tiempo las borre y las suplante con ideas imaginarias de lo que fue, para compartir dos observaciones.
Aprendieron a hacer café
La primera: los ingleses aprendieron a hacer café. El té consuetudinario que por siglos ha definido al británico – se toma de una minúscula taza de porcelana blanca, estirando dos dedos hacia atrás como dejándolos menear en el aire, y son prolegómeno de sesudas conversaciones sobre nada – lo he visto relegado al espacio de los duty free de los aeropuertos y las tiendas de mercancía en los museos, es decir: para consumo externo de turistas, para confirmar una imagen proyectada de la otrora dulce Albión que se desliza hacia las penumbras del olvido.
Hablo de buen café. «Nuestro» Starbucks es uno de los protagonistas menores en este fenómeno. Hay más, especialmente italianos, sí, uno al lado del otro, a la salida de nuestro hotelito en el suburbio de Muswell Hill. Como el que da lugar a la foto en este mismo artículo: Ristorante La Porchetta, Muswell Hill. Y sirven una variedad para nosotros nueva: el «white flat»: dos chorros de espresso sumidos en espuma de leche caliente… incluso el que sirvieron en un restaurante indio fue buenísimo: pura crema.
Los mendigos de Londres
La segunda: los mendigos. Aquí en Los Angeles los tenemos abundantemente, sean homeless o no, especialmente en el centro de la ciudad, el Downtown, allí donde trabajo. Saliendo del edificio de La Opinión, a lo largo de una cuadra, la realidad parece tomada de las películas que se filman allí mismo todos los días. Circulan personajes como zombies, dementes, ladrando improperios a la gente o sumidos en una casi catatonia abismal, asumiendo posiciones rígidas por lo que parece una eternidad. Son tantos, que se mezclan con la población que espera la llegada de los autobuses y los que salen de la estación del metro de la calle 7, y los jóvenes de traje y corbata que apurados cruzan de un rascacielos a otro.
En Tel Aviv vi otra variedad de mendigos, que no por ser bien vestidos rompían menos el corazón: cuatro hombres mayores – es decir, al menos diez años más que yo – sentados en bancos improvisados en un semicírculo y produciendo con sus violines, viola y violoncello la música más celestial imaginable. Mendigos. Músicos profesionales, inmigrantes rusos que se quedaron sin empleo, sin fuente de sustento y que en el mercado abierto HaCarmel logran hacernos pasar verguenza.
¿Y en Londres? A la salida de muchas estaciones del underground, están los homeless vendiendo una revista, producida por las mejores plumas del país de manera voluntaria, y cuyos ingresos van para mejorar la calidad de vida y las perspectivas de rehabilitación individual de estos infelices, salvando su dignidad. Un buen empleo del oficio periodístico.
Revistas para homeless
Ofrezco rememorar otras aristas del viaje: los turistas imbéciles que se sacan fotos al lado de los soldados de túnica roja y hongo de piel de oso encima de la cabeza, y que montan guardia en el castillo Windsor, humillándose al humillarlos. El estudio de grabación donde mi hijo y su compañera creaban su música celestial; el Teatro Global donde trabajaba Shakespeare y donde presenciamos un extraordinario ensayo de una de sus obras… prometo volver a ellos.
Pero ahora es a Los Angeles donde debo enfilar, retornando a la rutina y pensando: también Los Angeles, para quien no vive en ella, tiene sus sorpresas, secretos y encantos. Aunque sea en su centro y con sus homeless.