Mi corazón está en Oriente y yo estoy en el extremo de Occidente.
Después de casi 20 años en Los Ángeles visité Israel, donde crecí por un cuarto de siglo. Viajé solo, sin familia, sin equipaje, sin planes turísticos y sin otra meta que la de reencontrarme con el pasado. Y con las mujeres y hombres que lo pueblan hasta el día de hoy.
Buscando mi pasado
Mis amigos me reciben con los brazos abiertos y la sonrisa ancha. Estás igual, nos decimos, aunque no sea cierto. Me llevan consigo a recorrer las mil y una novedades de un país que el mundo imagina en pie de guerra. Pero Israel es próspera y moderna. «Amerika, ze po«, me dicen: «America» es aqui.
Solo que yo ya lo sabía, y más que ellos me llevaron a ver lo desconocido, fui yo quien les dejó y estimuló a ellos a llevarme a aquello que conocía pero no tenía a nadie con quien compartir ni escuchar las explicaciones.
Aunque en la villa de Sderot, epicentro de la reciente guerra, las casas tengan un dormitorio blindado y una estación de autobús esté agujereada por las esquirlas. Diviso los contornos sitiados de la ciudad de Gaza, a la distancia. Aquel mismo día un mísil disparado desde allí hirió a un trabajador temporario de Tailandia, de los que reemplazaron a los obreros árabes.
Camino al Muro de los Lamentos en Jerusalén, me muestran otro Muro, el divisorio con Cisjordania. El primero tiene dos mil años; el segundo es nuevo y doloroso.
Pero en el medio está Tel Aviv, la que jamás duerme. Que se divierte sin cesar. Y que en el resto es parecida a lo de aquí. Que ironía: después de veinte años de dejarla por Los Ángeles, Tel Aviv se hizo angelina.
Ya no reconozco a nadie
La distancia que la separaba de ciudades adyacentes desapareció en un mar de cemento. Como el cinturón de hormigón que circunda Los Ángeles: ahora son uno. Flamantes supercarreteras recorren este país un poco más grande que nuestro condado. También tienen sus freeways, entonces.
No se detiene. Es más impersonal que antes, mucho más. Una miríada de automóviles nuevos pululan a toda velocidad. Se enciman. Y a mi, me asusta ya no reconocer a quienes encuentro en las calles.
Claro, ese país está profundamente dividido entre judíos y árabes, y los israelíes tienen sus propias fisuras. Étnicamente, los hay de todos los colores, idiomas y culturas: israelíes nativos, como dos de mis hijos, con acento gutural y mirada desafiante. Inmigrantes de Rusia, de ojos celestes y pelo amarillo. Un millón de oriundos del Magreb, de raíces árabes y lazos ancestrales. Hasta un par de centenares de miles de latinoamericanos, especialmente de la Argentina: nos llaman Los Ché.
Todos estos grupos hablan el hebreo de manera diferente. Y las mismas palabras definen otras cosas; el idioma y la identidad nacional, tanto los une como los separa. Como aquí, cuando los latinos nos deslizamos con el inglés por dentro de la sociedad blanca no latina: nuestro acento nos delata, y nos refugiamos en el español.
Recorrí Israel desde la Meseta del Golán en la frontera siria hasta las profundidades del desierto sureño del Neguev …en mi búsqueda del mejor hummus con tahina, ese exquisito pure de garbanzos, semillas de sésamo y aceite de olivo. Seis intentonas y quedo descontento.
El mejor hummus
Incluso con lo que sirven en la aldea de Majdal Shams, en la meseta del Golán. Una población que se reclama siria. O el del restaurante árabe de Lod, la ciudad que le daba el nombre al aeropuerto internacional antes de que lo llamasen Ben Gurión, al que acuden jóvenes uniformados de una base militar cercana. Ese hummu, sabe a industrial. Demasiado elaborado. Parece comida rápida. No tiene casi gusto. ¿Que pasó? ¿Qué pasa? Le tengo que agregar chile habanero, perdón, sjug o jarif. ¿O me equivoco?
Vuelo de regreso a Los Ángeles y me consuelo con el hummus de la esquina de Ventura y Van Nuys, en Studio City. Es que cambié demasiado. Quizás ya no soy de allí. O ya no soy inmigrante.
Ah, y la frase del comienzo, que me define, no me pertenece. La escribió el poeta Judah Halevi en España, año 1099 DC. Y los judíos, hasta aquellos que como yo no creen en lo sobrenatural, en lo mágico, en lo religioso, la conocemos y repetimos. O al menos la sentimos exactamente igual.
Porque en realidad, es como si yo mismo la hubiese escrito.