A veces, en depresivas noches de invierno, sin demasiada energía comunicacional y condenado a la soledad del barrio, me cruzaba al mercadito a comprar cerveza. Ese porrón helado no se condecía en absoluto con lo que llevaban los demás; café, sopa instantánea o harina para tortas. Mucho menos con la necesidad térmica de mi cuerpo que también pedía algo caliente. Pero acaso había una correspondencia entre esa botella y mi ansiedad espiritual. Una especie de sed atérmica que de pronto me asaltaba y se instalaba en mí. Y por cierto, también la había entre el vidrio de los autos y el envase empañado que portaba yo entre las manos. Sin embargo, esa noche de la que hablo, no había clientes en el mercadito. Y Claudio, el despensero, estaba solo. Y me partía el alma verlo así. Acaso porque entendía que su soledad no era igual que la mía. Que yo podía salir por el barrio cuando quisiera, aunque más no fuera bajo la llovizna; mientras que él debía quedarse ahí hasta cumplir el turno. Y entre tantos juegos de la mente, yo no alcanzaba a imaginarme qué haría él para escaparle a esa depresión. Mucho menos una vez libre ¿Acaso subirse a su vieja moto y acelerar? ¿Es que acaso hay alguna moto que pueda llevarnos lejos de uno mismo?
Sin embargo Claudio estaba ahí, mirando por la ventana; como si la calle fuera una película parisina de llovizna en blanco y negro; cosa que en cierto modo era. Claudio estaba ahí y le tocaba la peor parte de la soledad; clavado en el mostrador como su moto en el playón mojado; con el manubrio goteando como los sauces que parecían más llorones en medio de la calle; más tristes que las hamacas clausuradas en el parque. Claudio estaba ahí, sencillamente existiendo. Y ni siquiera el celular le servía de contacto con el mundo.
Y acaso fuera debido a la soledad (debido a esa súbita necesidad de hablar a la que empuja la soledad) o tal vez fuese debido al recuerdo de la vez que lo oí pronunciar algo en francés (había saludado con un “bonjour” a un cliente) que le dije:
-Bonsoir, monsieur Claude. Y él me contestó, riéndose.
-En qué tuá parlé fransuá -sabiendo que su frase no significaba nada y ruborizándose como los tímidos.
Yo dejé el envase en un cajón vacío, fui a la heladera y cuando volví con el porrón le dije:
-Tiens, mon ami. Combien ça coûte cette drogue?
-Noventa y cinco pesos -me respondió.Y volviendo a sonreír me dijo que ya no se acordaba de más nada, pero que había estudiado francés en el colegio. “Me gustaba”, dijo; y esa confesión me alegró la noche sin saber por qué. Yo recordé las clases del secundario en las que nunca aprendí nada tampoco; y luego me vi en idénticas y depresivas excursiones nocturnas en Toulouse, yendo a comprar cerveza en las “épiceries de nuits” de Arnaud Bernard cuando los supermercados ya habían cerrado.
Las “especierías de noche” eran eso, pequeñas despensas atendidas por árabes, generalmente de Argelia o de Túnez; muchachos cansados como Claudio y tan abotagados de tedio que casi no hablaban. Aunque a veces yo venía un poco más alegre y agarrando un botellín de cerveza blanca les preguntaba: “Vous avaiz de la biére blanche chez vous?”. Y entonces el muchacho me sonreía con un diente de oro. “Non, monsieur. Lá-bas on ne boit que du thé à la menthe”. “Menteur…”, le respondía yo. Y el muchacho árabe se volvía a reír.
En Francia no hay que llevar envase para comprar cerveza. No hay más que botellines o tres cuartos descartables. A mí me gustaba, especialmente, una marca cuyo sistema de tapón con alambre se parecía a una botella de leche. Y me imaginaba que al tomar aquella cerveza blanca, lo que en realidad tomaba era leche de luna; esa que sólo podían vender los pueblos que tenían la media luna en su bandera.
Pero al saludar a Claudio y salir al barrio no había luna alguna. Apenas un cielo colorado a punto de llover, como en la meteorología de mi corazón. Una bóveda que había dejado de ser celeste para volverse terrestre. Y más que prometer una libertad futura ofrecía una opresión presente; una resignada impresión de día concluido o de vida concluida. Y esa sensación era contante y sonante. Como las últimas monedas que le había dado a Claudio para completar los noventa y cinco pesos. “Voilá les piéces”, le había dicho. Y él se había reído por segunda vez, con cinco soles opacos en su mano oscura. Como un minero que examina pepitas sucias, recién sacadas al carbón de los días.
Crucé la calle con el envase en brazos como si llevara un biberón de leche. ¿Alguien me pedirá de esa agua para ya no tener sed? ¿O sólo era la cerveza que me estaba dando yo mismo para no renunciar al mundo?
Durante la cuadra que me separaba de casa pensé en el tiempo que había pasado entre aquellas excursiones a las despensas árabes de Toulouse. Y me pregunté si ese hombre que yo era durante esas noches, ese que salía con un desolado porrón y apenas hablaba con otras soledades no era “yo mismo” por sobre todas las demás posibilidades. Y si esa leche lunar no seguía amamantando mis instintos distantes de todo impulso gregario, por más que pasaran los años y los continentes, los idiomas y los barrios.
Sí. Mucho tiempo atrás yo había salido al mundo sin renunciar, pero en el fondo nunca me había podido ir de aquí. Me había quedado clavado en estas desoladas noches al sur del universo; siendo ese que va con el porrón vacío cuando todos clausuran el día. Y poco importa que lo haga en forma de hombre o de sombra.
“Voilá les piéces” dijo alguien adentro mío. No sé si el recuerdo de algún muchacho árabe dándome un vuelto en el pasado o si el rebote de mis recientes palabras.
Cuando horas más tarde salí a caminar por el barrio con la bufanda al cuello, lo vi a Claudio otra vez. Había hecho arrancar su moto y se perdía en la noche como si pudiera alejarse de sí; como si pudiera escaparse del muchacho que aún cuenta monedas en el mostrador del barrio. “Chau Claudio; que duermas bien” le digo justo cuando él dobla y ha empezado a llover afuera y adentro de este corazón.