Cuesta trabajo mantener la boca cerrada y la mente quieta. Somos seres sociales, por naturaleza, muy al pesar de algunos que disfrutan la quietud de la lengua. A veces pienso que preguntamos mucho y otros días que demasiado poco. Ironía. Cuestionamos para saber, para comparar, para iniciar conversaciones o matarlas con un signo de interrogación; preguntamos para hacer plática, llenar silencios y curiosear… pero muy pocas veces lo hacemos para escuchar.
La plenitud de escuchar
Tampoco escuchamos. Desde el saludo del buenos días escupimos interrogantes de las que pocas veces nos interesan -de verdad- las respuestas. Oímos por encimita, mientras hacemos mil cosas más, con el televisor prendido para que haga ruido, con la música de fondo, con las orejas tapadas y el cerebro en tómbola. Es un reto parar para poner atención. Tenemos un déficit nato para concentrarnos en una sola cosa: Saborear las palabras que salen de la boca de otros.
Entonces, haría falta plantearnos qué es primero si la escucha o la pregunta; esto es algo así como el huevo y la gallina: un círculo en el que nunca se sabe quién empieza y qué termina. Lo pienso mucho, esas pocas veces en las que dejo la pista de baile y me subo al balcón de las ideas. Con el ego sudado por el vaivén del día a día, respiro un par de veces para esucharME y preguntarME. Empiezo aquí, en casa, y luego recorro mis otros caminos personales y profesionales.
El eco de las voces que nos hablan
En mi cabeza enmarañada comienzo a tirar del hilo de mi cordura; es corta la mecha. Y así me encuentro. Me detengo y me desnudo de las tantas suposiciones que me visten el cuerpo y el talento. Mi mente intenta distraerse, voltear a otro lado, despertar a los demonios y los pendientes, culpar a la irremediable falta de tiempo que me persigue con un cronómetro en mano… pero la necesidad de estar, de ser y de soltar, me obliga a sacudirme y volver al centro o al vientre. Escucho las quejas de mi consciente y de mi subconsciente y les pregunto por todo eso que dicen que les duele. Y llego, por pocos minutos, a ese lugar donde quiero estar: la plenitud, el lujo, la revelación de parar.
Aprendí a estar conmigo misma en la pandemia. No podía salir y decidí incursionar dentro. Así, a mis treinta y tantos años supe lo que era en realidad escuchar. Esto de prestar atención, de verdad oír lo ajeno, es como un trabajo en eterna construcción y me declaro obra negra, como casi todos.
Sin embargo, cerrar la boca me ha, irónicamente, abierto todas las puertas. Morderme la lengua, aguantarme el comentario, respirar para no hablar y seguir las palabras con los ojos y los oídos ha marcado la mejor etapa de mi carrera profesional. Creo que nunca había logrado escribir historias tan poderosas con voces que no son el eco de las mías. Soy tuyas, con tus palabras, tu spanglish y tu acento. Son tus contrastes que se te notan en los gestos y el trastrabillar en la emoción. Y te agradezco que me permitas escucharte (leerte) para preguntarte.