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Guillermo Cabrera Infante y la trascendencia de Caín

Guillermo cabrera infante y la trascendencia de ‘caín’

La muerte de Guillermo Cabrera Infante, alias “Caín” (con este seudónimo empezó a escribir la crítica de cine en Carteles, semanario popular de La Habana en 1954), siempre sorprendió la sensibilidad del mundo literario de varias maneras. Primero, desde la perspectiva humana, porque una persona como él que, a pesar de la importancia literaria alcanzada y sus cultos conocimientos, su erudición del cine, de la música y de las artes, en general, que se destacó por su naturalidad llevada a la práctica en su propio trato personal; un cubano tan universal como él, insisto, dejaba realmente un convencimiento de que su muerte, al menos, no sería tan repentina, y de que alcanzaría la ocasión de ver los futuros cambios políticos y sociales de Cuba. En mi caso, sí pensé que alguien como él, tendría esa posibilidad. Pero las adversidades de la vida, a veces, no perdonan, y Caín murió el lunes 21 de febrero de 2005, a los 75 años, en el hospital Chelsea and Westminster de Londres, a causa de una septicemia.

Su muerte me sorprendió también sin algunos de sus libros a la mano, al menos los dos más ineludibles: Tres tristes tigres y La Habana para un Infante difunto. Los tenía prestados: uno a un amigo, y el otro se lo había llevado mi hija. Confieso que sin ambos libros me sentí desnudo, como si de pronto estuviera indefenso, o no tuviera mis credenciales originales de cubano en la casa. Sin embargo, más tarde, me di cuenta de que Cabrera Infante, por haberse convertido en símbolo de la narrativa y la crítica cubanas, se unía a las ya memorables figuras de José Lezama Lima, Virgilio Piñera, Reinaldo Arenas, Heberto Padilla y Antonio Benítez Rojo, entre otros, y de esta manera trascendía su fallecimiento físico, porque —metafóricamente hablando— lo que él había hecho era esfumarse del mundo material para introducirse en su propio lenguaje de cubano, fundirse en su palabra con el impulso de la muerte; su persona y su voz han pasado a ser así imagen de la palabra: puntero del iconoclasta y del disidente, del crítico agudísimo, irónico, del estilete demasiado filoso para que unos cuantos mediocres lo pudieran aceptar. En mi criterio particular, Caín se había transformado ya en el concepto de la palabra juguetona, burlona, definitoria; que pudo posiblemente abrir el camino de un español lúdico —lenguaje de norma cubana—  caribeño, hispanoamericano y universal.

A Guillermo Cabrera Infante se le ha reconocido como el ejemplo más genuino de lo que es ese rejuego mencionado que amplifica el poder literario de la palabra crítica. Por eso se mantendrá perdurable la aventura y el goce que implican el hecho de leer cualquiera de sus libros. Caín es (y será) asimilado en los recónditos registros de muchos escritores de hoy en día y del futuro, no como influencia, no, sino como un trazador de pautas, porque la audacia y fuerza de su estilo —al igual que sucedió con la narrativa del boom— hacen ver el lenguaje en sí mismo como un protagonista más de primera importancia.

De la misma manera, considero que en Caín se halla también el drama cotidiano, connatural de la existencia no sólo carnavalesca, festiva, sino humana, con sus conflictos de luces y sombras, independientemente de que el lenguaje haya sido llevado a la cumbre de lo lúdico. Ambos aspectos han sido características de sus novelas Vista del amanecer en el trópico (1965), Tres tristes tigres (1967), La Habana para un Infante difunto (1979), Ella cantaba boleros (1996), además de su libro de cuentos Así en la paz como en la guerra (1960) o en sus otros libros sobre cine y política: Un oficio del siglo XX (1973), Exorcismos de esti(l)o (1976), Mea Cuba (1992) y Cine o sardina (1997).

Algo más, y de suma importancia, que Caín demostró fue que lo popular y lo culto pueden conformar un proceso de dos extremos no excluyentes, de dos extremos más bien integradores. Por lo que lo popular es tan complejo, tan digno y tan legítimo como lo son toda literatura y arte cultos. La Habana nocturna de Cabrera Infante ha pasado a ser placer y disfrute sensual, pero al mismo tiempo historia verídica de lo que fue la vida nocturna en la capital de la isla hasta principios de los años 60. La imagen y realidad del cabaret se constituyó así en una energía y visión de vida en el trópico, pero además hizo de esta forma de existir una representatividad culta de las categorías antropológicas del cubano. Su ritmo del lenguaje y su re-creación de las atmósferas de música y jolgorio, de misterios, de plasticidad, de sensualidad y de amor han creado páginas extraordinarias.

Numerosos escritores e intelectuales coinciden en afirmar que Guillermo Cabrera Infante ha sido uno de los más grandes exponentes de la literatura cubana, y le otorgan un altísimo valor universal. Muchos también no han podido dejar de extrañarlo como ser humano: “Yo le quería mucho y éramos muy amigos, me impresiona su muerte, lo lamento de verdad, porque era un amigo de verdad”, dijo Jorge Edwards, el escritor chileno, premio Cervantes de 1999. Guillermo Cabrera Infante, alias “Caín” obtuvo esta misma distinción en 1997, que está considerada como el mayor galardón de las letras hispanas. A nosotros, lectores, nos queda su palabra que es imagen y trascendencia de su siempre “estar ahí”.

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