Muchos vinimos aqui porque donde vivíamos antes teníamos de todo y de pronto se nos vino el mundo abajo y nos quedamos sin nada. Y al venir nos mantenemos, pero perdemos lo demas: la dignidad y nuestras parejas.
No muy lejos de aquí vive un hombre que llegó después que se le derrumbó su negocio de importación en su país de origen, con una mano adelante y otra mano atrás, pero con la familia intacta: una mujer que amaba, dos niños pequeños: dos cabros chicos, me dice.
Pasaron diez años y todavía no tiene papeles. Solamente puede trabajar de manera temporal, fragmentada, en medio de la zozobra, en lugares pertenecientes a paisanos o amigos de amigos. Las crisis económicas lo zarandearon de manera especialmente vil. Se quedó sin ingresos, mudo de pánico. Sobrevivió como pudo. Volvió a flotar.
Maneja sin licencia, sin seguro, a merced de la casualidad.
Cuando sus hijos se gradúen de la secundaria – si se gradúan – no podrán cursar la universidad.
Pero hay más.
Quien allí era Don Cesar, Don Alejandro, Don Gabriel, aquí se convirtió en Don Nadie y seca platos a medianoche.
Es una sombra.
Como su mujer tiene trabajo limpiando casas de ajenos, él se queda mirando televisión o ventilando frustraciones con amigos. Cuando ella volvía, él le decía que siguiera cumpliendo con sus «obligaciones» del hogar y le exigía que le sirviese comida.
Hay más.
La tristeza de no poder seguir siendo el proveedor de su familia llevó a que el matrimonio se viniese abajo. Uno no comprendía al otro, una querella seguía a la otra y de pronto se hallaron solos ante una pared sin fin.
El niño cambió de escuela dos veces por no adaptarse. La niña ya es casi adolescente y el padre tiembla por lo que le pudiese suceder. No son buenos alumnos. Para nada.
Así nos sucede, a miles. Llegamos con un matrimonio sólido, con un proyecto de vida conjunto, con ideales de apoyo a la familia que tienen una tradición de cien generaciones.
Aquí nos separamos o divorciamos. Nos volvemos extraños. Aquella a quien amamos en el pasado ahora lucha para poner pan en la mesa para los chicos que se fueron con ella. Aquel a quien amamos ahora bebe, salta de una mujer a otra y deja hijos como si no fuesen nada. Si te he visto no me acuerdo.
Inicialmente el porcentaje de inmigrantes latinos casados es el mayor de la población estadounidense y el de divorciados, el menor. El porcentaje de inmigrantes latinos recién llegados con una familia clasica es el doble que entre los anglos y afroamericanos.
Pero pasan los años y los números se revierten, se separan, se rejuntan, se mezclan, se confunden, se desmoronan.
Según un estudio clásico de Amado Padilla y Noah Borrero de la Universidad de Stanford,
«la presión de aculturación y la apertura a la cultura estadounidense erosionan los valores tradicionales asociados con el matrimonio entre los hispanos y sus descendientes».
¿Y cuáles son esas presiones?
«Hablo pobre inglés y la gente me trata mal».
«Me siento culpable por haber abandonado a mis familiares en mi país».
«Siento que jamás recuperaré la dignidad que tenía en mi patria».
«Por ser latino, los americanos me han rechazado».
«Me discriminan por mi raza o mi origen».
Se enciman a todo ello la depresión, ansiedad, tristeza y presión por aculturarse a un medio extraño; la ausencia de la familia o de un grupo de apoyo, el desconocimiento de opciones de ayuda, Y luego: mayor pobreza, menor educación, y un fenómeno especialmente frustrante: casamientos durante la adolescencia.
Para poder seguir adelante se necesita tiempo, energía, conocimientos. Hay que ahorrar cada dolar, los niños no tienen donde hacer sus tareas y además nos piden ayuda pero no podemos dársela porque no entendemos lo que hacen.
Entonces, ella toma clases de inglés; él tiene dos trabajos o se ofrece como jornalero. O tenía empleo, pero lo perdió antes que ella. Crece el resentimiento.
Con estas frases, según otro estudio, describen esas parejas lo que les sucede:
“No nos ponemos de acuerdo sobre qué idioma hablar en la casa”.
“Mi pareja espera que yo sea más tradicional”.
“Mi pareja no se adapta a la manera de ser de aquí”.
“No sé por qué mi pareja quiere ser más americano”.
“No nos ponemos de acuerdo sobre la religión”.
El choque es comparable a una herida grave, a la pérdida de un empleo, a la muerte de un ser querido. El desenlace pasa muchas veces por etapas de abuso, alcohol, drogas.
Y entonces, sobreviene la violencia. A veces. A veces no.
Aculturarse, entonces, debería implicar comprender que el divorcio es una opción saludable cuando las cosas van mal entre la pareja y no hay remedio.
Después de todo, la mitad de los matrimonios en Estados Unidos terminan en la separación. Entre los latinos, si bien el divorcio legal es menor frecuente (7.4% del total frente a 9.3% entre blancos no latinos), la separación lo es mucho más (3.6% contra 2.2%), ya que entre nuestros grupos los índices de cohabitación sin matrimonio también son mucho mayores.
Es decir, es común que las parejas vivan así, sin matrimonio, sin compromiso. Pero con hijos. En cualquier momento, él se va.
¿Qué quiere decir esto? Que para bien o para mal, el estereotipo de que los latinos tenemos “valores familiares más fuertes” es solamente eso, un estereotipo, una percepción que ya no es real. Eran cosas del pasado. Ahora somos como todos. Pero no nos damos cuenta.
Feliz sueño americano.