En la primera nota de esta serie de tres sobre los paralelos históricos entre el confinamiento de la comunidad japonesa americana durante la Segunda Guerra Mundial y el encierro de inmigrantes latinos en campos de detención fronterizos en nuestros días, me referí al contexto que posibilitó este alejamiento de nuestras tradiciones. Cité al entonces presidente Franklin Roosevelt, quien dos semanas antes de publicar la orden de encierro recibía con los brazos abiertos y declaraciones de hermandad y solidaridad con los japoneses americanos a los jóvenes de ese grupo que partían para servir al país en la guerra. Y aclaré que su decisión no constituyó un caso atípico.
En esta segunda parte comparo las condiciones en las que vivían los japoneses americanos y los latinos encerrados después de que se entregaron en la frontera a las autoridades del país y legalmente solicitaron asilo, o quienes han vivido aquí por décadas y fueron enviados a cárceles comunes hasta que firmen su propia deportación.
Del hotel al establo
No lejos de donde vivo hay un hotel frecuentado por equipos de vuelo – pilotos, azafatas – de un aeropuerto cercano. Y por turistas. Es sobrio, limpio. Su bar es aceptable.
Durante la pandemia, lo cerraron al público y lo llenaron de desamparados, homeless, recogidos de las calles de Los Ángeles para su protección. Allí vivieron durante más de un año, en el hotel.
Cuando el gobierno federal detuvo a más de 100,000 japoneses americanos, ¿en cuáles hoteles estaban hospedados?
En ninguno. Los pusieron en los establos del hipódromo de Santa Anita y en sitios similares.
Pero como, ¿no eran ciudadanos estadounidenses?
Eran ciudadanos, pero menos ciudadanos que la mayoría blanca. A nivel federal su ciudadanía estaba restringida por la decisión Ozawa vs EE.UU. de 1922. En California, una ley de 1913 restringía su derecho a poseer tierras.
El Immigration Act de 1924, directamente prohibió la inmigración de Asia a Estados Unidos, recién reemplazada con el Immigration and Nationality Act en 1965.
La Orden Ejecutiva 9006
El 19 de febrero de 1942, Roosevelt promulgó la Orden Ejecutiva 9006, que, como detalla esta cita de los Archivos Nacionales, autorizaba “el traslado forzoso de todas las personas consideradas una amenaza a la seguridad nacional desde la costa del Pacífico a «centros de reubicación«.
Cualquiera que fuera al menos 1/16 japonés fue detenido. Entre ellos, 17.000 menores de 10 años. Miles de ancianos y discapacitados. Tuvieron seis días para deshacerse de lo que no podían llevar consigo. Lo tuvieron que liquidar por centavos, regalar o abandonar para el saqueo.
El gobierno envió a más de 120,000 personas de origen japonés, de ellos 80,000 ciudadanos estadounidenses o nisei y el resto nacidos en Japón, issei, a diez campos de concentración. La guerra entre ambos países había iniciado menos de dos meses antes, con el ataque japonés a Pearl Harbor.
E incluso antes de la orden 9006, la FBI había arrestado a 1.291 líderes comunitarios y religiosos de origen japonés.
La ‘ciudad’ de Santa Anita
El hipódromo de Santa Anita está al sur de la Autopista 210, un par de millas al oeste de la 605. Numerosas veces cruzamos por sus puertas, viajando por la avenida del mismo nombre, o por el Huntington Drive, que allí nace. Alrededor del hipódromo hay casas lujosas: en Temple City, en Arcadia, con una nutrida población de japoneses americanos. Hoy están las etnias más exitosas y asimiladas de nuestro país.
Pero muy cerca de donde viven hoy los arrearon en 1942 para marchar a los campos de concentración en el interior del país.
El gobierno convirtió al hipódromo en una ciudad de facto. Allí amontonaron a 18,000 personas. La mitad vivía en los establos.
Ese “alojamiento” duró unos meses, hasta que los residentes fueron reubicados en los sitios de encarcelamiento..
Vivir en el hipódromo
Cuenta el periodista Darrell Kuntomi del Los Angeles Times que su tío, uno de los presos , entonces de 18 años, escribía desde allí a su profesor de historia:
“Las duchas (¡200 para 18,000 personas!) están a media milla. Cuando uno regresa de tomar una ducha, está listo para otra. El agua sucia fluye del lavabo, hacia un pequeño arroyo que atraviesa el campamento. Apesta. Nos racionan el papel higiénico. ¡Un rollo para 4 personas — durante dos semanas!”.
El tío de Darrell Kuntomi fue liberado cuando se ofreció a luchar en una unidad de combatientes japoneses en Europa. Murió en la guerra y está enterrado en Francia.
Otro de los “residentes” fue el actor George Takei, hoy de 86 años, conocido como el teniente “Hikaru Sulu, en la serie Star Trek. Después de la guerra la familia trató de volver a su casa, pero la habían ocupado, al igual que el negocio de sus padres y sus cuentas bancarias. La familia vivió en la pobreza por varios años.
Durante su estadía en Santa Anita, de algunas semanas a varios meses, algunos presos contribuyeron al esfuerzo bélico estadounidense tejiendo redes de camuflaje. Pero el 4 de agosto se declararon en huelga y protestaron por la insuficiencia de las raciones y el hacinamiento. Su protesta fue recibida con gases lacrimógenos.
Los campamentos permanentes
No mucho mejores eran las condiciones en los campamentos permanentes.
“Los internos vivían en barracones sin aislamiento provistos únicamente de catres y estufas de carbón. Los residentes usaban baños y lavanderías comunes, pero el agua caliente era limitada”.
«Lo único que había en los ‘apartamentos’ cuando llegamos eran camas de metal del ejército con resortes y una estufa panzuda en el medio de la habitación», dijo Herzig Yoshinaga. «Sin cómoda, sin cortinas. Era lo más desnudo de lo desnudo». Le dieron una bolsa de lona y le dijeron que la llenara con heno para usarla como colchón.
Los campos de concentración en donde los japoneses americanos pasaron tres años estaban organizados para mantener a las familias unidas, aunque en condiciones de hacinamiento, sin privacidad. Pero les permitieron montar escuelas, templos, hasta una publicación interna.
Los médicos y maestros recibían un salario equivalente al de un soldado raso, pero solo si eran ciudadanos. A mil de ellos los enviaron a otros estados para realizar trabajos agrícolas de temporada. Permitieron a unos 4,000 salir para asistir a la universidad.
Claro, estaban cercados con alambres de púa y torres de vigilancia donde los observaron continuamente soldados fuertemente armados, mes tras mes, sin acusación, sin juicio y sin información sobre su futuro.
75 años después
Pasaron 75 años. Hoy, el complejo carcelario estadounidense es enorme. De lejos el más grande del mundo. Los japoneses americanos participan plenamente en la vida estadounidense. Pero no olvidan.
Y no son los únicos.
Una parte importante de la población carcelaria son los inmigrantes indocumentados, que están allí sin juicio, a veces retenidos ilegalmente, o hasta que desistan de su deseo de quedarse en este país en donde habían vivido en las sombras quizás durante décadas, y firmen su propia orden de deportación.
Muchas veces, comparten las celdas con criminales comunes.
Las prisiones privadas y muchas cárceles de condados obligan a los inmigrantes detenidos a trabajar para mantener sus instalaciones, pagándoles alrededor de $1 al día. A veces nada. Esto permite a las empresas evitar pagar el salario mínimo federal a los contratistas externos.
Vivir con criminales
Las condiciones de vida de los inmigrantes, tanto quienes llevan aquí viviendo años y van a cárceles, corresponden a personas condenadas por delitos graves.
Cuenta al Los Ángeles Times Jonny Vásquez, un salvadoreño de 33 años que estuvo encerrado desde 2018 hasta 2021, después de que agentes de inmigración lo detuvieron en la ciudad de San Rafael, California mientras iba al trabajo y lo llevaron a la cárcel de Yuba.
“Yuba es una cárcel regular, no solo de ilegales. Debían vestir trajes naranjas y durante un tiempo tuvieron que compartir celda con otros presos”.
A mediados de los años 90 visité un centro de detención como ese en Lancaster. El director me ordenó no hablar con los reos inmigrantes detenidos, pero algunos se acercaron para quejarse, para pedir que me comunicara con su gente, para informarme que ya estaban allí dos o más años.
Campos de detención
Pero también están los campos de detención en la frontera con México. Allí se amontonan decenas de miles de inmigrantes indocumentados, familias que huyen del terror, la pobreza y la desesperanza de sus países, como Honduras, Guatemala, El Salvador y Nicaragua.
Rafael y Kimberly Martínez, con su hija de tres años, recorrieron el peligroso trayecto desde su hogar en el litoral caribeño de Honduras hasta la frontera con Estados Unidos para pedir asilo político, como le cuentan a Andrew Gumbel de The Guardian.
“En un gélido centro de detención de inmigrantes situado en algún lugar del Valle del Río Grande, en el sur de Texas, tanto los adultos como los niños se desmayaban por deshidratación y falta de comida. Dormir resultaba prácticamente imposible. Las luces permanecían encendidas a todas horas. Solo tenían una fina sábana metálica para protegerse del frío y nada sobre lo que dormir; excepto el suelo..”
“Durante su estancia en el centro solo les dieron bocadillos de mortadela semicongelados, a las 10 de la mañana, a las cinco de la tarde y a las dos de la madrugada, y una sola galleta de azúcar para su hija. El agua que se les daba tenía un fuerte sabor a cloro y les revolvía el estómago”.
“Los detenidos están hacinados en las “hieleras”… Muchos se quejaron de la crueldad de los guardianes que, según su relato, gritaban a los niños, se burlaban de los detenidos con promesas de comida que nunca cumplieron, y no dudaban en dar patadas a aquellos que no se despertaban cuando se esperaba que lo hicieran”.
Y para quien piensa que la crueldad contra los indocumentados explotó solamente bajo la presidencia de Donald Trump, un dato: muchas de las quejas en torno a estas instalaciones son anteriores a la llegada de Trump a la Casa Blanca.
Los inmigrantes fueron a lo que los agentes fronterizos mismos llamaban la “hielera”, una celda gélida donde decenas de detenidos estaban encerrados juntos, hasta por once días. La hielera no tenía camas, ni sillas, y un solo lavabo e inodoro estaban a la vista. Las luces se mantenían encendidas las 24 horas del día. No se les proporcionó ningún tipo de esterilla sobre la que dormir, ni cepillos o pasta de dientes, a pesar de que un tribunal federal estableció en 2016 que se trata de objetos básicos. Dormían en el suelo de cemento sin siquiera una manta. No tenían acceso a una ducha. No se les proporcionó una muda de ropa.
Los agentes los obligaron a firmar documentos renunciando a sus derechos, que ni siquiera entendían.
¿El fin de la represión?
Los sistemas represivos se crean en un abrir y cerrar de ojos, como si los actos de crueldad fuesen fuente de un perverso placer.
Pero tanto en el caso de los japoneses americanos como los inmigrantes, lleva mucho tiempo desmantelar el sistema. Los campos de concentración todavía existían a mediados de 1946, casi un año desde el fin de la guerra, aunque comenzaron a vaciarse al final de la misma y recordamos: eran ciudadanos estadounidenses.
Los liberados recibían 25 dólares y un boleto de tren que los llevaría a sus casas. Si todavía las tenían. Así describe lo Aya Nakamura: «Salir de los campamentos fue un gran día. Se sintió tan bien cruzar las puertas y saber que te ibas a casa… finalmente. Sin embargo, mi hogar no estaba donde lo dejé. Nuestra casa fue comprada por una familia diferente, diferentes decoraciones en las ventanas, era nuestra casa, pero ya no lo era». –Aya Nakamura
De la misma manera, el punto culminante de la crueldad contra indocumentados, que fue la separación de familias, es un problema que continúa. Hay todavía entre 500 y mil niños que no se devolvieron a sus padres.
El país se ha disculpado, en 1988, bajo la presidencia de Ronald Reagan, con la comunidad nipona. Algunos de los detenidos fueron indemnizados con algunos dólares.
¿Cuántos años tendremos que esperar hasta que se disculpan con las familias de inmigrantes latinos que fueron separadas, encerradas en jaulas en condiciones inhumanas, sin recurso legal ni futuro?
Tercera parte: Un país desagradecido: el racismo nuestro de cada día.
Este artículo fue apoyado en su totalidad, o en parte, por fondos proporcionados por el Estado de California y administrados por la Biblioteca del Estado de California.