En su famosa pirámide de necesidades, y después del alimento y la seguridad, el psicólogo Abraham Maslow identifica al amor como algo fundamental para la especie humana. Por eso es tan importante, desde el primer día, abrazar al niño, leerle y jugar con él. No hacerlo puede tener serias consecuencias en el desarrollo físico, psicológico y social de la criatura.
Una etapa crucial
La etapa inicial del crecimiento es crucial porque, en los primeros tres años, el cerebro adquiere 90% de la capacidad que llegará a desarrollar como adulto. El cerebro humano tiene nada menos que 100,000 millones de células. Es más, cada una de ellas está conectada con unas 7,000 adicionales. La calidad y frecuencia del contacto humano que el bebé tenga con quien lo cuida se transforma en fundamental en la formación de millones y millones de redes que determinarán memorias, asociaciones y, consecuentemente, el pensamiento lógico.
La neurociencia ya determinó que sin un estímulo apropiado ciertas partes del cerebro, como el hipocampo (que está relacionado con la memoria y el aprendizaje), no alcanzan el desarrollo esperado. Esto lleva a la pérdida de la trama estructural que es necesaria para establecer experiencias humanas normales. Los niños salvajes, que crecen sin estos estímulos, son un claro ejemplo de las consecuencias a las que se los expone.
Víctor de Aveyron fue uno de esos niños salvajes. Su vida, en parte documentada, entremezcla realidad con ficción. A Víctor lo vieron por primera vez cuando tenía alrededor de 6 años en bosques de la localidad francesa de Saint-Semin-sur-Rance. Fue allí que lo capturó un grupo de cazadores, pero se escapó varias veces hasta que, finalmente, el hambre y la adversidad lo hizo acercarse a la civilización.
Su inhabilidad de hablar, las cicatrices en su cuerpo y su preferencia por alimentos del bosque dejaron pocas dudas de que se había criado en un ambiente silvestre. Todos los intentos por inculcarle el lenguaje fueron más que limitados y nunca se lo pudo recuperar.
Crueldad inaudita
Un niño sudafricano, Mthiyane, fue encontrado en KwaZulu-Natal, después de vivir con monos. No se lo pudo acostumbrar a alimentos cocinados ni que socializara con jóvenes de su edad. A los 17 años todavía no podía hablar y caminaba y saltaba como los monos.
Aquí en California, más precisamente en Arcadia, también hubo una niña salvaje. Se llamaba (o llama, porque se presume que aún está viva) Genie. A la niña, sus padres la mantuvieron encerrada en una habitación en donde la mayor parte del tiempo estaba atada a una cama. Así vivió sin estímulos hasta los 13 años cuando fue descubierta, en 1970, por trabajadores sociales. Se encontraba gravemente desnutrida y no sabía hablar.
Las relaciones que el niño establece con la persona que lo cuida, especialmente entre los seis meses y los dos años, llevó a la formulación de la Teoría del Apego. La idea básica de esta línea de pensamiento es que el niño requiere de protección y seguridad y, por lo tanto, se conecta instintivamente con quien le provee esta necesidad básica. Es una estrategia, obviamente, de sobrevivencia física y emocional.
El apego típicamente se da con la madre biológica, pero puede establecerse con cualquier otra persona cercana al niño. La psicóloga Mary Ainsworth propuso una clasificación que incluye tres categorías: los niños que se sienten seguros, los inseguros-evitativos y los inseguros-ambivalentes. Después se incorporó la del apego desorganizado. De acuerdo a otros psicólogos, nuestra seguridad o inseguridad inicial es mantenida a lo largo de la vida y la proyectamos, ya adultos, en nuestras relaciones de parejas.
La madre, el padre, o quien cuide al bebé, tiene una responsabilidad cuyas consecuencias trascienden la infancia. Una responsabilidad que no se puede ni debe ignorar.